El arte solo debe juzgarse por sí mismo
José Antonio Fernández Palacios
Lunes, 13 de enero 2025, 23:07
Se plantea en un diario de ámbito nacional si la obra de arte debe valorarse por sí misma, atendiendo solo a sus cualidades intrínsecas, o, ... además, ha de tenerse en cuenta para ello al creador de la misma, o sea, prestando también atención a su carácter así como a su ideario y actuación personales.
Me parece que la clave en orden a ofrecer una respuesta correcta al interrogante anterior se encuentra en la estética de Inmanuel Kant –un caso más que abona aquella tesis según la cual arrojan más luz, a menudo, sobre los asuntos actuales los autores clásicos que los propios contemporáneos–, quien consideraba que, por expresarlo con las palabras de uno de los primeros y mejores introductores en España del pensamiento del filósofo de Königsberg –Manuel García Morente–, «la esfera del arte y de la belleza no debe confundirse ni con el conocimiento (lógica) ni con la moral. Constituye por sí misma una provincia autónoma de la cultura humana». De lo cual se desprende, entre otras cosas, que, para apreciar la valía de una obra de arte, no hay que basarse en nada ajeno a ella misma, siendo el dominio del arte el reino de la forma. Ello implica que dicha apreciación debe fundamentarse exclusivamente en las cualidades formales de aquella pues lo que otorga auténtico valor estético a un objeto (un cuadro, un poema, una composición musical...) no es su tema o fondo, sino el tratamiento que, en aquel, se hace de este último. No es lo que transmite, sino cómo lo transmite. Por poner un ejemplo extraído de un campo artístico que, ocasional y modestamente, cultivo, a saber, la poesía: no es igual referirse a esos artefactos que iluminan nuestras calles cuando oscurece llamándolos 'las farolas' que denominarlos, como hizo un poeta conocido mío en uno de sus poemas, «estrellas artificiales de la noche»; está claro que, en el primer caso, no se proporciona deleite estético ni se crea belleza mientras que en el segundo sí y la diferencia estriba precisamente en la distinta manera, rutinaria y original respectivamente, de designar idénticos entes.
Es más, tan avasalladora resulta la supremacía de la forma en este terreno que, aunque desaprobemos el contenido de un producto artístico e incluso nos repugne profundamente, no podemos, si tenemos ecuanimidad, dejar de reconocer su innegable valor estético si, formalmente, destaca por su brillantez. Un magnífico botón de muestra de ello lo representa 'El triunfo de la voluntad', la película documental de 1935 de la cineasta alemana Leni Riefenstahl sobre diversos actos del partido nazi, a propósito de la cual no me resisto a transcribir aquí las siguientes palabras del escritor Juan Manuel de Prada extraídas de su memorable artículo 'El ángel del Tercer Reich': «El arte más excelso al servicio de la ideología más vitanda; los más perturbadores hallazgos formales como recipiente de los postulados más perversos (…) ¿Es el arte una categoría autónoma de la ética?». Por consiguiente, la trinidad 'verum, bonum et pulchrum' (verdadero, bueno y bello), que propugnaban tanto los filósofos antiguos como medievales, no tiene por qué cumplirse en el área de la actividad artística.
Si, a la hora de evaluar la calidad de una obra de arte, su temática no constituye, como hemos visto, el factor más relevante, menos aún lo serán las peculiaridades de su creador, esto es, su personalidad, ideología y conducta. Y ello porque, por una parte, ha habido artistas que, a pesar de ser unos verdaderos miserables como individuos, han dejado un soberbio legado –verbigracia, el operista Richard Wagner, de quien el musicólogo Harold C. Schonberg afirmó que representaba «todos los aspectos desagradables del carácter humano»– mientras que otros que, como mínimo, no fueron malas personas, nos han ofrecido una producción de nivel más bien discreto –por seguir con los ejemplos musicales, Antonio Salieri que, descartando la 'leyenda negra' que pesa sobre él y aparte de las lógicas 'rencillas profesionales' que pudiera tener, parece que fue un sujeto generoso y bondadoso–, y, por otra, sus preferencias políticas no añaden ni restan nada a la capacidad creativa de un artista –centrándonos nuevamente en la música, Shostakovich no fue mejor compositor ni Carl Orff peor por apoyar, respectivamente, el sovietismo y el nacionalsocialismo–, de modo que sus logros como tal no dependen de aquellas.
Así pues, a tenor de lo anterior, convendría efectuar dos precisiones: en primer lugar. Hay que separar, en un objeto estético –sea una pintura, una pieza literaria, un filme...– la forma de su contenido, de manera que podemos alabarlo por sus altas cualidades formales y disfrutarlo en base a las mismas y, sin embargo, no identificarnos con su fondo y hasta repudiarlo. En segundo lugar, hay que disociar la obra de arte de su autor, de suerte que aplaudir la primera no significa aplaudir al segundo salvo por su maestría técnica, aunque, en honor a la verdad, creo que los grandes artistas, como ocurre con otras destacadas personalidades pertenecientes a otros ámbitos del quehacer humano, gozan del raro privilegio de que, al ser sus aportaciones tan excepcionales, sus faltas particulares resultan eclipsadas por aquellas. En suma, una adecuada aproximación a las manifestaciones artísticas exige, aparte de sensibilidad, otra virtud cardinal que es la lucidez, cuya mengua progresiva en los tiempos que corren provoca que, al calor de nuevos integrismos, resurjan en ese contexto debates que debían estar ya superados.
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