Tránsito
Ya sé que la hipocresía puede ser una cuestión de supervivencia.
José Ángel Marín
Jaén
Lunes, 13 de enero 2025, 23:10
El inquilino de Moncloa se hace una pregunta. Se la hace de manera recurrente, y no es una pregunta retórica. Esta que sigue es la ... cuita que cada mañana se plantea nuestro amado líder: «Vamos a ver, espejito mágico, pero al personal qué más da que mi persona mande por años sin término. Por qué me inquietan con las cositas de Begoña, las del hermanísimo, las del Fiscal, las de Ábalos y Koldo, las de Delcy, la amnistía y todas esas vainas sin importancia. Por qué hay todavía quien se empeña en acudir a los tribunales confiando en que se haga justicia. Por qué me tocan los cataplines con ese rollo del paro, la vivienda, los precios y la cesta de la compra».
Y no le falta razón a la criatura. De ahí la 'legislación pataleta' con la que nos obsequia. Pues claro, ¿qué más dará a la gente que semejante ejemplar se suba a la chepa del intelecto de un país entero? ¿Qué clase de súbditos somos si no aceptamos de buen grado que un aprendiz de tirano dé patadas a la Constitución –lógicamente- para salvar a sus parientes además de a Puigdemont? Unos desagradecidos es lo que somos los españolitos. ¿Dónde quedó aquella proverbial mansedumbre que es marca hispana?
Hasta aquí unas pinceladas de humor que siempre son necesarias, y más cuando estamos en el tránsito de una democracia a un sistema autocrático. Calígula también tenía sus partidarios y no eran pocos. Maduro los tiene a mogollón y van en moto. Una legión de seguidores tiene todavía Stalin. Y ni te digo Hitler. Partidarios tuvo Franco –ahora resucitado- y, claro, los tiene el Sánchez que maneja el frentismo en beneficio propio y engancha con su sopa boba. Fanáticos y acérrimos dispuestos al atropello siempre los hubo. La lacra del siglo XXI es que los siga habiendo en sitios civilizados.
Ya sé que la hipocresía puede ser una cuestión de supervivencia. Pero media un paso de ahí a tragar con lo que sea si procede del sátrapa de cabecera. Hacer política por necesidad, por pulsión estomacal y no por convicción, justifica renunciar al raciocinio y lleva a la política no por ideas, sino por garantizarse un puesto o un plato de lentejas.
Deberían pensárselo los pastueños que se agarran al clavo ardiendo de Sánchez. Estoy casi seguro de que podrían ganarse la vida fuera del pesebre; no son el bulto con ojos que les ha hecho creer Pedro. Sí, hay vida en la diáspora del poder y, aunque no lo crean, la hay sin el beso envenenado del cargo o la paguita, sin necesidad de vender el alma. Y eso precisamente es lo que garantiza –o garantizaba– el Estado de Derecho.
Hablo en pretérito pues hoy la democracia corre el riesgo de convertirse en una realidad figurada. Estamos en ese tránsito. Tránsito propiciado por la manga ancha con las recidivas totalitarias y las instituciones rotas. Por lo pronto, España ya ocupa el último puesto, el 24 –y cayendo- dentro de la categoría de las denominadas democracias plenas.
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