Nuestra Señora de las Cataratas
Niágara, dirigida por Henry Hathaway y con una cegadora Marilyn Monroe como femme fatale. Estas cataratas se incorporaron al mapa íntimo que uno ha ido llenando de cruces desde pequeño
José Abad
Jueves, 14 de agosto 2025, 22:15
Sin duda, ha debido sucederle a otros, no sólo a mí: el cine me descubrió la existencia de las cataratas del Niágara. Si habían aparecido ... en alguna remota lección de Geografía, en la escuela, no hicieron mella en mi recuerdo; en cambio, tras ver esa película titulada sucintamente Niágara, dirigida por Henry Hathaway y con una cegadora Marilyn Monroe como femme fatale, estas cataratas se incorporaron al mapa íntimo que uno ha ido llenando de cruces desde pequeño. Otras películas trajeron luego otros escorzos de este paisaje único, pero ninguna hizo sombra al film de 1953. No descarto que a Joyce Carol Oates le sucediera otro tanto; es decir, que la película le señalara en qué dirección mirar, sobre todo, dado el interés de esta autora por Marilyn Monroe, a quien convirtió en una figura trágica en Blonde (2000), pero además por un par de similitudes argumentales entre su novela Niágara (Lumen) y el film, que cuesta creer casuales. En la novela, al igual que en la película, hay un tipo obsesionado con las cataratas que se levanta de madrugada para ir a verlas, y hay una pareja de luna de miel, que verá trastocados sus planes de descanso.
La protagonista principal de Niágara se llama Ariah, recién casada con Gilbert Erskine, que llega a un hotel de Niagara Falls en viaje de novios. La noche de bodas es desastrosa –y reveladora– y su flamante marido se arroja a las cataratas la madrugada del día siguiente. No es un caso insólito. Oates informa del «efecto hidracopsíquico» que ejerce esa gran masa de agua en movimiento: «Se sabe que este trastorno mórbido invalida temporalmente la voluntad aun del hombre más activo y robusto en la plenitud de su vida, como si se hallara bajo el influjo de un hipnotizador maligno. Esta persona, atraída hacia los turbulentos rápidos que hay en las cataratas, puede permanecer largos minutos con la mirada fija como paralizado». Las cataratas han sido punto de curiosas epifanías. Charles Dickens, que las visitó en 1842, dijo que nunca antes había sentido tan cerca al Creador. Joyce Carol Oates documenta también una aparición mariana ocurrida en 1891; aquel año, una muchacha soltera y encinta «se encaminó a pie hacia el río Niágara y hacia las cataratas, de las que había oído decir que era un lugar para que los pecadores lavaran sus pecados». La Virgen se apareció a la chica para quitarle esas tontas ideas de la cabeza. Con posterioridad, no muy lejos, se levantó la basílica de Nuestra Señora de las Cataratas. Yo imagino una efigie de Marilyn en el altar.
Ariah, viuda apenas veinticuatro horas después de haberse casado, decide no abandonar Niagara Falls hasta no dar con el cadáver del marido. Esta actitud íntegra, cuasi heroica, cautiva a un abogado de la localidad, Dick Burnaby, que colabora desinteresadamente en la búsqueda del suicida. Lo que había sido un simple destino turístico para la mujer, se convierte en una encrucijada de la que ya no escapará. Ariah y Dick se casan unos meses más tarde y tendrán tres hijos que siguen caminos muy distintos. Hay una trama principal, basada en hechos reales: el desastre del canal Love, llamado así por el empresario William T. Love, que inició su construcción, y que dejó inconcluso. Una empresa química usó dicho canal para verter residuos tóxicos; luego fue cubierto de tierra, recalificado el terreno y destinado a la construcción de viviendas populares. Dirk Burnaby, en el empeño de ser decente, decide sentar en el banquillo a los responsables. Esto lo convertirá a él y a los suyos en unos apestados. No serán una familia feliz; nadie hace el menor caso a las familias felices en la ficción. Sus historias se entretejen a orillas del río Niágara, con las cataratas de fondo, un estruendo poco tranquilizador: «El rugido de las cataratas […] era tan fuerte que penetraba en todo tu ser, y expulsaba los pensamientos coherentes», escribe la autora.
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