¡Larga vida al Corsario Negro!
Este año se cumplen 125 años de la publicación de esta novela y Cátedra ha publicado una nueva traducción en su colección 'Letas Populares'
José Abad
Lunes, 12 de junio 2023, 22:01
Un corsario no es un pirata al uso, sino el que cuenta con una 'patente de corso'; es decir, el permiso de la autoridad pertinente ... para emprender cualquier acción contra las naves o los enclaves de toda nación considerada enemiga. De este modo, la rapiña y las ejecuciones sumarias –al estar amparadas por las más altas instancias– se nos aparecen malamente maquilladas de gestas patrióticas. Las actividades de los corsarios en los siglos XVII y XVIII fueron cualquier cosa menos ejemplares y las crónicas de la época dieron sobrada cuenta de ello pero, hete aquí, cuando la sombra del siglo XIX se iba espesando, Lord Byron decidió investir estos personajes con las mejores galas del Romanticismo: Pasión, Rebeldía y Oscuridad. El éxito del poema 'El corsario' (1814) fue tal que el protagonista no tardó en convertirse en inspiración y guía de cuantos habían de venir, desde 'El pirata' (1822) de Walter Scott hasta 'El capitán Blood' (1922) de Rafael Sabatini, pasando por supuesto por 'El Corsario Negro' (1898) de Emilio Salgari, un auténtico autor superventas que no hizo otra cosa en su vida salvo escribir una novela tras otra, un cuento tras otro, en un temerario frenesí creativo que le destrozó los nervios y lo llevó a quitarse la vida según el ritual del 'seppuku' cuando contaba cuarenta y nueve años de edad. A falta de la correspondiente katana, Salgari eligió abrirse el vientre con una menesterosa navaja de barbero.
En 'El Corsario Negro', Salgari retoma aquel titán byroniano, pasado por el filtro de la ópera verdiana, para moldear un héroe pluscuamperfecto con una fortísima inclinación por la pose estatuaria, vestido de arriba abajo con ropas oscuras. Emilio de Roccanera, señor de Ventimiglia y Valpenta, solo vive para vengarse del duque Wan Guld, que asesinó a su hermano mayor en tierras de Flandes y ahorcó luego a sus dos hermanos menores bajo el ancho cielo de Venezuela. El Corsario Negro, como buen héroe romántico, declara la guerra a la Corona de España, que ha nombrado gobernador de Maracaibo a este felón y, a bordo del 'Folgore', surca las aguas de las Antillas en busca del desquite. El azar, travieso y traicionero, pondrá en su ruta a la jovencísima Honorata Wan Guld, hija del susodicho, de quien el héroe se enamorará con la oportuna desmesura. Entre el arranque y el desenlace, la novela ofrece sin interrupción duelos sin número, persecuciones sin fin, luchas con bestias salvajes, huracanes, abordajes y, tras una breve parada en la isla de la Tortuga, el asalto a las plazas de Maracaibo y de Gibraltar. Salgari no da descanso ni a sus personajes ni a sus lectores.
Sin embargo, se equivocan quienes vean en esta una simple novela de aventuras. Las sombras que rodean al personaje velan algunos aspectos muy sugerentes. La ficción es un arma de doble filo mucho más cortante que la navaja de barbero mencionada en el primer párrafo. A través del Corsario Negro, Salgari rendía tributo político a la casa Saboya, que ocupaba el trono del Reino de Italia cuando escribió su novela: Emilio de Roccanera habría sido un fiel vasallo del ducado de Saboya a finales del siglo XVII; en su sobrenombre debe verse un brindis a Amadeo VII de Saboya, a quien apodaron el Conde Negro debido al riguroso luto que guardó tras la muerte del padre. El Corsario Negro es asimismo una proyección narcisista del propio autor. Salgari le dio a la criatura su nombre de pila (Emilio), su misma edad de entonces (treinta y cinco años), su nacionalidad y el título de Caballero, que él había recibido de Humberto I apenas un año antes, en 1897. A través del Corsario Negro, Salgari quiso vivir las aventuras que debió contentarse con soñar y alcanzar la altura y la apostura que la herencia genética le había negado. Salgari, un señor bajito prematuramente envejecido a causa del tabaco y el alcohol, tuvo siempre la talla de un gigante en nuestro pensamiento. La ficción suele obrar estos milagros mínimos.
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