Actitud ante la Visa
Moderadamente feliz con momentos exultantes rayanos con la euforia, pespunteados de valles de melancolía y desazón. Más o menos así fue mi semana pasada, diagnóstico ... al que he llegado tras un riguroso y sesudo análisis. O no. Porque, básicamente, así va la cosa, en un sube y baja permanente.
Se lo comento porque ayer domingo, dando cuenta de unas cervezas y unos torreznos al sol después de echar un trotecillo y, por lo tanto, bastante feliz, vi el cartel anunciador del Congreso Mundial de la Felicidad que se celebra en nuestra ciudad en un par de semanas. Y me agobié, claro. ¿Y si me apunto y me doy cuenta de que soy un triste y un amargado, un pobre infeliz de tomo y lomo?
Y es que la felicidad, siendo algo muy personal y subjetivo, tiene un elemento básico de partida: es una actitud ante la Visa, si me permiten la boutade. Como reza la sabiduría popular, el dinero no da la felicidad, pero ayuda. Por mucho que los ricos también lloren, tener una cuenta corriente saneada es un inmejorable suelo para no ser un desgraciado. En el sentido literal del término. A partir de ahí…
A medida que nos hacemos mayores, y sin necesidad de dar la turra con las Meditaciones de Marco Aurelio, aprendemos a disfrutar de las pequeñas cosas y de los placeres sencillos de la vida. Es lógico: acumulamos vivencias, atesoramos experiencia y cada vez es más difícil sorprendernos. Pero sobre todo, básico y esencial: nos cansamos mucho, el colesterol nos manda señales continuas de alarma y las resacas nos dejan muerto-mataos.
No voy a ir al Congreso de la Felicidad. Lo he decidido ya. No sea que me den la fórmula para ser feliz y me pase el día sonriendo y dando consejitos buenrrollistas.
Casi mejor volver a los clásicos del siglo pasado y cantar a grito pelado aquello de «yo para ser feliz quiero un camión» de Loquillo. ¡O tempora, o mores!
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