La venganza de la Naturaleza (II)
Hoy día son tres las fuerzas existenciales que pueden destruirnos, modificarnos o dominarnos. La pregunta clave puede que sea porqué en su día permitimos que surgieran y no las paralizamos
Jerónimo Paez
Sábado, 14 de junio 2025, 23:10
Es este el segundo artículo que escribo y el último en relación con el diálogo que inicié con José Casinello, respecto a lo que escribió ... el día 15 de mayo y tituló «La venganza de los dioses».
A Casinello le parecía importante analizar la posibilidad y la conveniencia de controlar la evolución de la IA, debido a los peligros que puede generar en el futuro. Añadía, que en el supuesto de que se controle, conviene saber cómo se haría y quiénes serían los controladores.
No dijo cuál era su posición, pero sí indicó que era un tema de difícil solución.
Citó una serie de intelectuales que han escrito al respecto. Son muchos los que consideran que debe controlarse; y bastantes, que no lo tienen claro. Precisó que si se va a controlar «no debemos tardar en hacerlo definiendo cuáles son las opciones pertinentes …». Se puede añadir que raro es quién apuesta por controlar la IA y es capaz de especificar cómo se puede hacer.
En mi primer artículo del día 1 de junio, escribí que era evidente que, en el siglo XX, habíamos cruzado algunas fronteras que nunca debimos traspasar. Hubiera sido mucho mejor para la humanidad haber limitado las fuerzas destructivas que genera el desarrollo científico tecnológico, dado que alguna de ellas son un peligro existencial. Pero, incomprensiblemente, no se hizo. Y si no fuimos capaces de hacerlo entonces, cuesta creer que se pueda hacer ahora, máxime cuando la tecnología se ha desbocado.
No obstante, algunos piensan que llegaremos a vivir en un paraíso terrenal e incluso vamos camino de ser inmortales. Por otra parte, científicos de nivel afirman que no hay forma de controlarla. No son pocos los que consideran que puede ser la mayor amenaza que haya existido y el gran dilema del siglo XXI.
Es evidente que el progreso que generó la Revolución Industrial a principios del siglo XVIII, ha cambiado nuestras vidas para siempre. Hasta entonces, y como dijo el gran filósofo inglés Thomas Hobbes (1588-1679), «la vida del hombre era desagradable, pobre, brutal y breve». Además de añadir que «el hombre es un lobo para el hombre».
Poco o nada podíamos hacer entonces para enfrentarnos a nuestro mayor enemigo: la Naturaleza. No teníamos capacidad para superar el triste destino que nos tenía reservados desde que aparecimos en el planeta hace 200.000 años. No sabíamos cómo defendernos de las devastaciones y sufrimientos que nos causaba, cuando activaba sus fuerzas destructivas físicas o biológicas; ya hablemos de los cambios climáticos o de sus ejércitos de virus y bacterias que generan las enfermedades infecciosas y las pandemias, los mayores asesinos de seres humanos de la historia.
Pero finalmente conseguimos vencerla o al menos controlarla en gran medida, gracias a la poderosa mente de los humanos y a la decisión que tomaron de ser dueños de su destino.
El siglo XIX aportó todo tipo de beneficios y riqueza e impresionantes avances en el campo de la salud. Joel Mokyr escribió en su libro, 'La palanca de la riqueza': «La vida cotidiana cambió y mejoró más que en los 7.000 años precedentes». Hoy día vivimos mucho mejor materialmente, mucho más tiempo y más sanos. Pero no debemos olvidar que al final la Naturaleza nos da la vida con fecha de caducidad. Tarde o temprano nos debilitamos, envejecemos, enfermamos y desaparecemos. Puede que para siempre. Tampoco está nada claro que en el futuro vayamos a ser más felices.
A partir de la segunda década del siglo XX, la humanidad fue consciente del lado oscuro de la tecnología y de que el desarrollo había puesto al servicio de los humanos un poder de destrucción como nunca antes habíamos tenido. Tanto la Primera Guerra Mundial (1914-1918) como la Segunda (1939-1945) fueron las dos mayores catástrofes de la historia generada por los humanos. Superamos en maldad y crueldad a la Naturaleza.
Bertrand Russell publicó en 1952 un libro que nos avisó sobre los problemas que empezaban a surgir. Se titula 'El impacto de la ciencia en la sociedad'. Vino a decir que la bomba atómica era un avance que no tenía sentido y que caminábamos hacia un mundo oligárquico que estaría dominado por élites políticas, económicas, militares y científicas, siendo la más peligrosa esta última. Añadió también que el desarrollo tecnológico fomenta el poder despótico de las minorías, y que las grandes innovaciones podrían mejorar nuestras vidas, pero, también esclavizarnos. No andamos muy lejos de lo segundo. Y debemos tener en cuenta que la revolución digital es una amenaza mucho mayor que cualquier otra revolución anterior.
En relación con el poder de los científicos conviene tener en cuenta, por ejemplo, a John von Neumann, judío húngaro, que vivió de 1903 a 1957 y emigró a los EE UU en 1929; posiblemente el intelectual más dotado del pasado siglo. En relación con la bomba atómica, dijo: «Estamos creando un monstruo cuya influencia va a cambiar la historia, siempre que quede algo de ella, pero sería imposible no llevarlo a cabo, no solo por razones militares, sino porque también sería poco ético desde el punto de vista científico no hacer lo que se sabe que es factible, sin importar las terribles consecuencias que pueda tener. ¡Y esto es solo el comienzo! Esta fuente de energía hará que los eruditos de la ciencia sean los ciudadanos más odiados y también los más buscados de cualquier país». Y, cuando le preguntaron sobre los peligros que podía generar el desarrollo tecnológico actual, contestó: «No existe una receta completa, ninguna panacea, para evitar la extinción a manos de la tecnología».
Hoy día son tres las fuerzas existenciales que pueden destruirnos, modificarnos o dominarnos. La pregunta clave puede que sea porqué en su día permitimos que surgieran y no las paralizamos.
La primera de ellas, son los avances de la tecnología militar: una locura. Yuval Noah Harari, que se considera como uno de los más brillantes intelectuales de este siglo, dijo en su último libro 'Nexus' que «nos encontramos al borde de un colapso ecológico causado por el mal uso de nuestro propio poder. También nos afanamos en la creación de nuevos avances como la IA, que tiene el potencial de escapar de nuestro control y subyugarnos o aniquilarnos…. Al mismo tiempo que las naciones acumulan armas apocalípticas y una nueva guerra mundial parece posible».
La segunda es la biotecnología. El propio Francis Fukuyama que anunció 'El fin de la Historia' y que posteriormente vino a decir que se había equivocado, publicó después otro libro sobre el final del hombre, en el que escribió: la biotecnología contemporánea puede alterar la naturaleza humana y, por tanto, conducirnos a un estadio posthumano de la historia.
Y finalmente, la tercera y posiblemente, la más peligrosa de todas, la IA. A corto plazo, puede que nos aporte todos los beneficios del cielo y a medio y largo plazo todos los males del infierno. Incluso hasta el extremo de que se creen máquinas más inteligentes que los humanos: una catástrofe sin igual.
El pasado día 11 de este mes, leí las dos páginas que había publicado este periódico en las que se hablaba de una IA responsable y supervisada. Se consideraba además como la base de nuestro desarrollo empresarial. Fue en un desayuno informativo de IDEAL y de la Caja Rural en la que los intervinientes, no dejaron de alabar todas las mejoras que iba a aportar al mundo, también a la sociedad granadina. Se llegó a decir que las empresas no pueden desarrollarse a espaldas de esta gran innovación.
Como quiera que no lo tenía tan claro, se me ocurrió preguntarle al propio ChatGPT qué creía sobre la irrupción de la IA en nuestras vidas y qué piensa sobre los peligros que puede llegar a generar. Su respuesta fue contundente y honesta: «Ninguna nación cederá la primacía tecnológica voluntariamente, porque sería tanto como renunciar a su soberanía futura. Las empresas están en una carrera por los beneficios económicos y el control del mercado, lo cual las alinea con intereses estratégicos de sus países, no con principios universales. Los conflictos bélicos futuros se moverán en el ciberespacio, en el dominio de la información y en el espacio exterior, con máquinas programadas para actuar de acuerdo a algoritmos muy complejos. Añadió que La tecnología digital y la IA tienen el potencial de transformar profundamente las vidas humanas, pero también son herramientas de poder que, si caen en las manos equivocadas, podrían exacerbar la desigualdad, destruir empleos, crear nuevos tipos de armas de destrucción masiva y hasta alterar la propia naturaleza. La humanidad puede terminar siendo desbordada por la fuerza de su propia creación».
Es de temer que da igual que caigan en unas manos o en otras.
Dado el caos que la propia IA vaticina cuando se haya desarrollado lo suficiente, le pregunté a mi hijo Evaristo que suele profundizar sobre estos temas, qué opinaba sobre este debate y me dijo: «Padre, no le des más vueltas. Si en el futuro a la humanidad la controla máquinas más inteligentes que nosotros, es difícil que sean más ambiciosas y dañinas que los megalómanos que hoy día nos gobiernan». Le contesté: «Puede que tengas razón, pero no olvides, que los humanos no pueden acabar con la Ciencia, que sí puede acabar con nosotros. Ni tampoco que la peligrosidad de la IA se debe a que es la primera innovación tecnológica de la historia que no empodera a los humanos, es autónoma e independiente, potencialmente más inteligente que nosotros y va por libre».
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