Retos de un profesor universitario
El profesor de este medio se encuentra confrontado a numerosos retos, más o menos propios o ajenos al orbe universitario: desde el alojamiento prohibitivo para estudiantes hasta un entorno internacional desquiciado y desquiciante
Javier Roldán Barbero
Viernes, 19 de septiembre 2025, 00:43
El nuevo curso político comienza con sus consabidas trifulcas. Menos mediático y convulso, pero con enorme relevancia social, asoma asimismo el nuevo curso universitario. El ... profesor de este medio se encuentra confrontado a numerosos retos, más o menos propios o ajenos al orbe universitario: desde el alojamiento prohibitivo para estudiantes hasta un entorno internacional desquiciado y desquiciante.
Lógicamente, la universidad es, primeramente, deudora de la enseñanza primaria y secundaria, donde el espíritu del niño y del adolescente se ha ido fraguando. Siempre recuerdo el agradecimiento fervoroso de Albert Camus a su maestro, a sus enseñanzas y a su ejemplo, cuando recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957.
La universidad pública se ve zarandeada ahora por la proliferación de universidades privadas de toda laya –las hay meritorias–, que amenazan con banalizar la enseñanza y los títulos académicos y con socavar el ascensor social que forma parte de la grandeza de la instrucción pública, todo en un contexto demográfico declinante. Algunos de nuestros momentos más hermosos y gozosos tienen que ver con las historias de superación, de crecimiento personal y social, gracias a la universidad, de personas de origen humilde. Naturalmente, la universidad pública ha de rendir cuentas a la sociedad de la que proviene y a la que sirve, y auscultarse y evaluarse –por ejemplo, repensar el proceso de reclutamiento y promoción de su profesorado–. La Formación Profesional es un caso distinto: su dignificación debe ser encarecida, pues hay vida laboral y conocimiento, y muy dignos, más allá de una universidad que no está al alcance ni en el interés, al menos en primera instancia, de muchas personas.
Al mismo tiempo, la universidad, como centro de saber, se ve acosada por un ambiente, exterior pero determinante para nosotros, que tiende a menospreciar el saber, la ciencia, las instituciones, a los expertos. El caso actual del acoso a que se somete a la –posiblemente– mejor universidad del mundo, la de Harvard, es paradigmático, en el marco de todo el desenfreno trumpista. Nos encontramos con una realidad subyacente a la universitaria, poblada de redes sociales donde menudean mensajes simples, maniqueos, cuando no mentiras rotundas y penetradas de odio. La visión que debe ofrecer la universidad es más proteica, más contrastada, más ilustrada, y debe comportar datos, ideas y valores, más allá del saber especializado y del título impartido, en un mercado laboral muy cambiante. En nuestro tiempo, y más aún pasará en el venidero, asistimos a la dilución de la línea divisoria entre la verdad y la falsedad, entre lo auténtico y lo impostado. El conocimiento, cabalmente entendido, no cabe en un tuit, ni en un like ni en un tiktok. La fachada, las apariencias, la ostentación y el exhibicionismo premiados por la sociedad actual están reñidos con el saber honesto y profundo. El mismo sistema universitario, a mi juicio, tuerce sus propósitos cuando prioriza el afán publicista en detrimento de la calidad investigadora y de la función docente, postergada esta función en los méritos curriculares.
En esta sociedad del espectáculo el profesor se encuentra preterido, pierde su condición de autoridad y de referente en beneficio de charlatanes de toda laya. Vivimos olas de ignorancia, incluso aplaudida, pero también de sobreinformación y, claro está, de desinformación venenosa.
Resulta desazonador el desafecto democrático que inunda a una parte no desdeñable de los jóvenes, sobre todo varones, de 18 a 30 años. ¿Idealismo de la juventud?; ¿Conflicto generacional también en este terreno? La saludable politización debe estar basada en un realismo crítico, y no en propagandas inquietantes y radicales. Sí, debemos distinguir en nuestras explicaciones los hechos incontestables de las opiniones. Pero todo puede estar bañado y tildado de ideología si se considera como tal la mera constatación del cambio climático o el horror ético y jurídico causado en Gaza.
Desde luego que buena parte de la clase y la fanfarria políticas contribuyen al desánimo, a la verborrea tendenciosa y tergiversada carente por completo de ecuanimidad y rigor, a la falaz titulitis. Los universitarios no nos debemos sentir orgullosos del afán de tantos personajes públicos de presumir, como timbre de prestigio, de estudios académicos apócrifos o fraudulentos.
Este estado de cosas hace que se confíe más en los contactos que en los conocimientos, en el clientelismo, más en la imagen que en el fondo, más en el precio que en el valor de las cosas, más en el gregarismo que en la independencia crítica de criterio. Todo ello erosiona los bellos valores constitucionales, sociales y morales del mérito y la capacidad. Ante los incendios y tantos otros desastres, naturales y políticos, necesitamos técnicos y no demagogos.
El desafío tecnológico, con sus inmensas oportunidades y sus inmensos perjuicios, subyace indefectiblemente a la tarea universitaria. Una buena parte de ella se desarrolla ya en la esfera digital, sobre todo desde la covid-19 hasta ahora. Los mismos profesores practicamos menos, desgraciadamente, ya la conectividad humana. El empantallamiento –empantanamiento– que atenaza a tantos alumnos perjudica seriamente su capacidad de atención y su empatía, su discernimiento, al entrar más en contacto con seres virtuales que reales. El saber ocupa y requiere tiempo y lugar, y la inteligencia artificial alimenta la pereza cognitiva y el pensamiento homogéneo, al tiempo que contrae la inteligencia humana. También los algoritmos tienen sesgo e intereses espurios. Invoquemos la inteligencia natural y la emocional frente al encogimiento del cerebro, frente a esta amenaza en toda regla a la dignidad y la identidad humanas. Los mismos profesores tenemos que lidiar con esta tecnificación para detectar los méritos auténticos, y no falseados, de los estudiantes: para calificar adecuadamente. Si todo esto nos hiciera más felices…, pero las estadísticas hablan de un cuadro terrible de problemas mentales entre los más jóvenes, en los que se puede combinar con efectos perversos el absentismo físico y el intelectual. Algo, o mucho, estamos haciendo mal.
Una cultura audiovisual está aquí para quedarse y para crecer. El lenguaje y el pensamiento, tan estrechamente conectados, se empobrecen. El mismo profesor debe poner alma, y no solo imágenes, a sus clases para que el factor humano siga siendo necesario. ¿Qué más autoestima puede encontrar el alumno que se esfuerza y que puede legítimamente, con su familia, sentirse orgulloso del trabajo bien hecho y reconocido? Sin duda, este es un camino más conveniente para la autoayuda que los libros de medio pelo y que los consejos que ofrezca el sabiondo y complaciente ChatGPT. No se trata de infundir un espíritu competitivo y materialista febril, sino de procurar hacer personas de provecho en el más amplio sentido de la palabra, personas de bien que disfruten del trabajo y de la inmensa belleza de la vida, de un mayor bienestar futuro, y que sepan desenvolverse en el mundo que pisamos y que nos pisa. No se trata, tampoco, de hacer eruditos enclaustrados, sino también gente espabilada. La universidad de la vida es tan indispensable como la universidad académica. El profesor debe ofrecer una comunicación amena, no distante, un saber útil, aunque no frívolo. No debemos infligir al alumno la maldición del conocimiento: dar por fácilmente sabidas las cosas porque nosotros, los profesores, las conocemos y repetimos desde hace décadas y se nos antojan lo más sencillo del mundo. El modelo de profesor empingorotado de antaño está felizmente fenecido.
Ante tanta tribulación hay que reinventarse y reanimarse, no echar la culpa al 'sistema' de los problemas universitarios. El «atrévete a pensar» kantiano es más apremiante que nunca, para profesores y para estudiantes. No caigamos en un nihilismo acomodaticio y hasta intelectualmente estético, pero de resultados nefastos. Cumplamos con nuestra noble misión social, tan atractiva y tan necesaria, que las encuestas aseguran que está tan bien considerada por nuestros conciudadanos. Con todos ellos, hagamos sociedad, hagamos país. No defraudemos al estudiante, sobre todo al que comienza este nuevo curso con la ilusión sincera de alcanzar la meta fascinante de aprender a aprender toda la vida.
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