Tenorio
Don Juan de Tenorio ha pasado de la literatura a la cultura popular (un donjuán) para designar a ese personaje sin escrúpulos, que presume de ser un conquistador (...)
Javier Pereda Pereda
Jaén
Jueves, 6 de noviembre 2025, 23:54
Al celebrar la fiesta de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, el teatro español se convierte en teología de la gracia. Durante este ... mes se presenta una magnífica ocasión para recrear el drama romántico 'Don Juan Tenorio', del vallisoletano José Zorrilla, publicado en 1844, de fácil localización en internet, para disfrutar de dos deliciosas horas. Es el tiempo en que el corazón cristiano piensa en el cielo, el infierno, el purgatorio, el pecado, el juicio, la muerte y la misericordia. El verso de este poeta y dramaturgo del Romanticismo sube al escenario para pararnos en lo único necesario, las verdades eternas. En las aulas estudiamos de memoria los versos de la obra 'Don Juan de Tenorio': «¿No es verdad, ángel de amor, que en esta apartada orilla, más pura la luna brilla y se respira mejor?». Don Juan de Tenorio ha pasado de la literatura a la cultura popular (un donjuán) para designar a ese personaje sin escrúpulos, que presume de ser un conquistador y de tener a todas las mujeres que desea en sus brazos. Este seductor se mofa de virtudes como la fidelidad, la honestidad y la decencia, por lo que se considera como el prototipo del pecador: «Aquí está Don Juan Tenorio, y no hay hombre para él; desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca, no hay hembra a quien no suscriba, y cualquier empresa abarca si en oro o valor estriba». Representa las mismas costumbres sociales de moda entonces y ahora: el vicio y el libertinaje, la temeridad, el descaro, el poder, el placer, el éxito inmediato.
No obstante, a pesar de su conducta disoluta, le remuerde la conciencia: «Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí; la razón atropellé, la virtud escarnecí; a la justicia burlé, y a las mujeres vendí, y en todas partes dejé memoria amarga de mí». Ante este escenario lúgubre aparece Doña Inés, que representa la pureza, el amor limpio, la mujer que reza y redime. Es la figura de la Iglesia, del amor bueno y verdadero que se entrega por el otro; anticipa la comunión de los santos, porque nadie se salva sólo: «Yo mi alma he dado por ti, y Dios te otorga por mí tu dudosa salvación». La conversión de Don Juan resume el misterio de la misericordia divina por obra y gracia de la oración incesante: «Su amor me torna en otro hombre, regenerando mi ser, y ella puede hacer un ángel de quien un demonio fue». Eliminó la vida de su contrincante Don Luis Mejía y del padre de Doña Inés, Don Gonzalo de Ulloa, lo que motivó que pereciera ella de pena. Pero antes realizó un pacto con Dios: Don Juan se salvaría si lograba que se arrepintiera. Surge la figura del Comendador reclamando justicia, ante la que todo hombre algún día comparecerá: «Con Dios, Don Juan, se juega, pero se pierde al fin». Así Don Juan se convierte de la vida disoluta al arrepentimiento: «Clamé al cielo, y no me oyó; más, si sus puertas me cierran, de mis pasos en la tierra, ¡responda el cielo, no yo!». Entonces la voz de Inés intercede el perdón: «¡Dios te conceda, Don Juan en mi presencia el perdón!». Don Juan implora al final de su vida una reparación sincera: «¡Un punto de penitencia, Dios mío antes de morir!». Don Juan termina sucumbiendo salvado, de la mejor forma, invocando el nombre del Redentor: «¡Ángel de amor, no me dejes, que ya está el alma en mis labios!... ¡Dios mío, piedad!... ¡Jesús!». Y sobre su tumba se oye la voz de Doña Inés, como responso celestial: «Los justos gozan en paz, los pecadores llorando, y Dios, en su amor, perdona al que muere perdonando».
La hora de la muerte es el último viático: lo que allí se ama, permanece para siempre. El Tenorio es una catequesis poética, la confesión de un pueblo cristiano, que refleja el último verso: «los muertos abren los ojos, cuando los vivos los cierran». El Tenorio no es folclore, ni el Halloween vacío de esperanza, es liturgia cultural, un auto sacramental de la eternidad. La muerte no es el final, sino un encuentro inexorable con el Amor eterno, pero ¡para siempre!, en expresión de Santa Teresa, la gran amiga de las almas del purgatorio.
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