Arquitectura sin planchar
«En los últimos años hemos visto cómo la arquitectura textil ha conquistado plazas, festivales, exposiciones y concursos con presupuestos minúsculos y ambiciones cósmicas»
Javier Peña Alcalde
www.medarquitectos.com
Viernes, 22 de agosto 2025, 22:55
La arquitectura efímera tiene algo de sueño de una noche de verano y mucho de foto para el Instagram. Estructuras ligeras, textiles tensados, carpas con ... nombre en alemán (aunque las haya diseñado un becario en Albacete) y esa fascinación por lo desmontable que parece una oda al desapego… pero en realidad es puro espectáculo. Porque si algo no se cae y, además, queda bonito en el render, ya se considera intervención urbana. En los últimos años hemos visto cómo la arquitectura textil ha conquistado plazas, festivales, exposiciones y concursos con presupuestos minúsculos y ambiciones cósmicas. Ahí están los pabellones de las Serpentine Galleries en Londres, donde cada verano alguien reinterpreta la gravedad con lona, acero y mucha teoría. O las instalaciones de Frei Otto rescatadas en forma de nostalgia con patrón parametrizado. Por no mencionar la miríada de tenderetes culturales de verano que parecen diseñados por un genio a medio camino entre el ingeniero estructural y el escaparatista zen, que brotan como champiñones en parques centroeuropeos y en los que ciudadanos de la generación Montessori retozan descalzos y con sonrisas utópicas.
Pero no basta con tensar una lona; hay que tensar también el discurso. Porque lo efímero, para ser tomado en serio, necesita una justificación crítica. Ya no se trata de proteger del sol, sino de «crear una experiencia permeable al tránsito emocional del usuario». Es un toldo, sí, pero con relato. Un refugio contra el sol y, de paso, contra la banalidad… ¡si es que me tengo que reír! Lo curioso es que esta arquitectura, pensada para desaparecer, es la que más obsesivamente se documenta. Vídeos, drones, making-of, tesis doctorales, noticias de telediario estival. Dura tres días, pero deja treinta gigas de legado. Como si lo importante no fuera el espacio vivido, sino el archivo que lo justifica. Porque, al fin y al cabo, ¿qué sentido tiene hacer algo efímero si no se convierte luego en página de revista?
Al final, la gran contradicción es querer pasar a la posteridad con una obra diseñada para caducar. El ego del arquitecto se disfraza de humildad efímera, pero en realidad sueña con eternizarse en publicaciones académicas y con ocupar espacios en exposiciones bienales de arquitectura internacional. No hay mayor paradoja que levantar un escenario temporal con la secreta esperanza de ser recordado para siempre.
Y sin embargo, incluso entre tanto postureo conceptual, hay momentos que escapan al cinismo. Instantes en los que una tela bien orientada consigue domesticar la luz mejor que mil lamas de catálogo. O en los que una estructura mínima, armada con tubos de andamio y bridas negras, logra reunir a desconocidos bajo una sombra común. Porque entre la pirotecnia teórica y la sobreactuación estética, a veces se cuela (casi sin querer) un gesto honesto, útil, fugaz y sin pretensiones. Y ese es el que queda. Tal vez, después de todo, esa sea la enseñanza silenciosa de lo efímero: recordarnos que la arquitectura también puede ser un paréntesis. Un paréntesis ligero, desmontable y sin garantías, pero capaz de intensificar la experiencia urbana durante un instante. Y a lo mejor ahí, en esa brevedad irrepetible, reside su valor más perdurable.
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