La palabra como semilla
Miguel de Unamuno lo expresó con nitidez: «La palabra es semilla, y germina según la tierra que la recibe»
Hay palabras que, como semillas, se lanzan al aire sin saber en qué tierra germinarán. A veces caen en el silencio, otras se pierden en ... el ruido, pero algunas logran encender hogueras en la conciencia de un tiempo. Miguel de Unamuno lo expresó con nitidez: «La palabra es semilla, y germina según la tierra que la recibe». Literatura y periodismo forman parte de ese sembrado: no son ornamentos, sino brújulas y armas. Toda palabra verdadera, cuando se pronuncia con hondura y justicia, guarda en su interior la posibilidad de transformar el mundo.
La literatura nos permite mirar la realidad desde ángulos inéditos. José Saramago sostenía que «los escritores hacen literatura con las palabras, pero la literatura, si vale la pena, hace pensar». De ahí su papel crítico: no se limita a narrar, sino que interroga e incomoda. Dostoyevski retrató las miserias morales de una Rusia convulsa; García Márquez convirtió la historia latinoamericana en realismo mágico que denunciaba dictaduras y olvidos; Toni Morrison recordó con voz poética las cicatrices de la esclavitud.
En todos los casos, la literatura no fue evasión, sino revelación. Los escritores, desde su aparente soledad, se erigieron en portavoces de quienes no tenían voz, en centinelas de la memoria colectiva, en un vehículo de transformación social.
Y si la literatura trabaja con símbolos y metáforas, el periodismo lo hace con la urgencia de los hechos. Ambos convergen en un mismo horizonte: comprender y cambiar la realidad. Ryszard Kapuściński lo expresó con claridad: «Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Solo la empatía nos permite comprender al otro». El periodismo ético no es mera transmisión de datos, sino compromiso con la verdad.
Albert Camus, que fue a la vez novelista y periodista, lo entendió al afirmar: «El periodismo es la primera forma de la historia». En esa frase se resume la responsabilidad de quien escribe: cada artículo constituye un ladrillo en la construcción de la memoria común. Lo que se calla desaparece; lo que se nombra resiste.
Ni la literatura ni el periodismo son neutrales. La neutralidad absoluta es, casi siempre, complicidad. Octavio Paz recordaba que «la palabra es el puente entre el silencio y la comunicación, entre lo indecible y lo dicho». Esa suma de voces, ya sea en la intimidad de un poema o en la crudeza de una noticia, configura la conciencia colectiva.
Hoy, cuando el ruido digital amenaza con ahogar la reflexión, se hace más necesaria que nunca la defensa de la palabra escrita como herramienta de claridad. El periodismo independiente, acosado por presiones políticas y precariedad, y la literatura comprometida, arrinconada en un mercado editorial dominado por la lógica del consumo rápido, comparten un mismo desafío: no renunciar a su vocación de alumbrar la verdad y la justicia.
José Martí escribió que «la palabra no es para encubrir la verdad, sino para decirla». Ese deber de incomodar, de zarandear conciencias, constituye el hilo rojo que une a escritores y periodistas a lo largo del tiempo. No se trata de panfletos ni de consignas, sino de alumbrar la complejidad del ser humano y las contradicciones de la sociedad.
Frente a la tentación de la indiferencia, la palabra ofrece resistencia. Un libro puede sembrar dudas en un adolescente, un artículo puede desvelar una injusticia que cambie el curso de los acontecimientos. La historia está llena de ejemplos: desde 'La cabaña del Tío Tom' de Harriet Beecher Stowe, que avivó la lucha contra la esclavitud, hasta el 'Watergate' revelado por Woodward y Bernstein, que mostró el poder del periodismo para desnudar al poder político. Y más recientemente, la oleada de fotogramas y artículos que han denunciado tanto la masacre de Gaza como la crueldad de Hamás, presionando indudablemente sobre el imaginario colectivo para torcer la voluntad universal hacia la paz.
Si la palabra es semilla, como quiso Unamuno, literatura y periodismo son los surcos donde esa semilla germina. No se trata de adornar la realidad ni de doblegarse al entretenimiento vacío, sino de iluminar lo oculto, de tender puentes hacia lo posible.
La palabra, en su doble vertiente de relato y crónica, sigue siendo un acto de responsabilidad. Puede ser trinchera o puede ser faro. Y está en nuestras manos, como ciudadanos y lectores, exigir que sea lo segundo.
Quizá, al final, escribir sea siempre eso: un gesto de confianza. Una semilla lanzada contra el viento, un fuego compartido en la intemperie. Y aunque la oscuridad sea grande, siempre quedará en la palabra la posibilidad de encender un mañana. Porque literatura y el periodismo, cuando no se dejan domesticar, son, como la palabra misma, semillas de transformación.
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