Miradores de estrellas
Cada verano, cuando agosto alcanza su plenitud y la noche se aligera de calores, algo sucede en el cielo del hemisferio norte: comienzan a cruzar ... luces fugaces, trazos breves de fuego, chispazos que algunos confunden con estrellas que caen. En realidad, se trata de las Perseidas, una lluvia de meteoros provocada por el encuentro de la Tierra con los restos del cometa Swift-Tuttle, cuyos fragmentos, a más de 200.000 kilómetros por hora, se encienden al atravesar la atmósfera. La ciencia lo explica así, con precisión impecable. Pero a pesar de esa claridad, la magia persiste.
La tradición popular las bautizó como lágrimas de San Lorenzo, en recuerdo del mártir cristiano quemado vivo el 10 de agosto del año 258. Y es cierto que esas luces fugaces, en la oscuridad del cielo estival, parecen contener algo de dolor y algo de belleza. Son lágrimas que no mojan, sino que iluminan.
Lo que asombra no es solo el fenómeno astronómico, sino la forma en que cada año convoca a cientos de miles de personas, solos o en compañía, que buscan miradores naturales, playas sin farolas, caminos rurales, azoteas, refugios, para contemplar ese lento derramarse de luz. No son astrónomos. Son amantes, poetas, niños con los ojos muy abiertos, padres que enseñan a mirar, ancianos que callan. Son los miradores de estrellas. No buscan datos, sino señales.
Ya lo decían los griegos: «Todo cuánto sucede en la tierra tiene su reflejo en el cielo». La antigua cosmología, hermana de la poesía, veía en el firmamento un espejo mayor, un mapa del alma, un lenguaje cifrado. El microcosmos humano era reflejo del macrocosmos celeste. Pitágoras hablaba de la «armonía de las esferas», una música inaudible que lo envolvía todo. Y aunque los telescopios modernos no han registrado esa sinfonía, seguimos creyendo que, en ciertos instantes, el cielo dice algo.
Por eso, quien mira las estrellas no mira solo hacia arriba. También lo hace hacia adentro. «Estamos hechos de la misma materia que los sueños», escribió Shakespeare. Y Carl Sagan, siglos después, afirmó: «Estamos hechos de polvo de estrellas». Entre ambas frases hay un puente invisible que une poesía y ciencia, mito y física, intuición y verdad.
Una estrella fugaz dura apenas un segundo, pero quien la ha visto sabe que ese segundo es un destello de eternidad. Por eso se pide un deseo, se guarda silencio. Por eso hay quien llora, y no sabe bien por qué.
También la ciencia del cerebro ha comenzado a dar pistas sobre lo que nos ocurre cuando contemplamos el cielo. Los neurocientíficos han observado que la contemplación del firmamento activa el córtex parietal, la zona del cerebro encargada de procesar la percepción del espacio, la orientación y el tiempo. Esta activación puede generar una doble sensación: por un lado, la de sentirnos diminutos ante la escala inmensa del universo; por otro, la de formar parte de un todo mayor.
El psicólogo Dacher Keltner, profesor de la Universidad de California, ha investigado esta experiencia del asombro como respuesta neurológica y afectiva compleja. Según Keltner, el asombro ante la inmensidad del cielo puede inducir estados de bienestar profundo, reducir el egocentrismo y ampliar nuestra percepción del yo, conectándonos con algo más vasto y trascendente. Se trata de lo que él llama una «expansión de conciencia», un efecto fisiológico y emocional que, curiosamente, la contemplación del cosmos puede desencadenar incluso sin palabras.
Es decir: mirar las estrellas no solo nos maravilla, sino que puede reconfigurar nuestra conciencia de quiénes somos y dónde estamos. Algo tan antiguo como levantar los ojos en la noche estrellada sigue teniendo, al parecer, consecuencias profundas en la mente.
En El Principito, Saint-Exupéry escribió: «Las estrellas están encendidas para que cada uno pueda encontrar la suya». Tal vez por eso quienes están enamorados del mundo, de alguien, de la vida, son los más propensos a buscar el cielo en las noches de agosto. Formulan deseos. Recuerdan a los ausentes. Nombran lo que aman. Porque ver pasar una estrella fugaz es también un acto de afirmación: de que algo importa, de que algo late todavía en lo alto.
Y no es extraño que muchos sientan que el cielo también los mira. Como escribió Lorca en su Romancero Gitano: «El niño la mira, el niño la está mirando». Ese doble mirar, hacia las alturas, y desde ellas hacia nosotros, resume bien lo que late en estas noches de espera.
Las Perseidas no son muchas. Se dan, se escapan. Hay que estar atentos. Hay que saber mirar. Porque no siempre pasan cuando uno lo espera, y nunca repiten la misma forma. Son mensaje y misterio. Y hay quien, en una de esas, encuentra, sin quererlo, una certeza.
La certeza de estar vivo, de formar parte de algo más vasto que uno mismo. La de que, incluso en los tiempos de pantallas, ruido y vértigo, aún es posible esperar el silencio de una señal luminosa. Porque, como han intuido los sabios, los poetas y ahora también los neurocientíficos, mirar las estrellas no es mirar afuera, sino volver a entrar.
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