Juventud, divino tesoro
Cabría preguntarse si en este mundo que construimos cada día no se sobrevalora demasiado el culto al cuerpo y la conservación de la imagen juvenil
Javier Castejón
Viernes, 24 de mayo 2024, 23:37
«Juventud, divino tesoro, ¡ya te vas para no volver! Cuando quiero llorar, no lloro, y a veces lloro sin querer». Así se lamentaba nuestro ... poeta universal Rubén Darío de una cuestión que desde siempre ha obsesionado, y en ocasiones torturado, al ser humano: la realidad del paso del tiempo que nos empuja hacia una progresiva decadencia física y mental que, queramos o no, solo acaba con la muerte. Esta sempiterna lucha encarnizada entre el ser humano y su contingencia temporal ha sido expresada en innumerables ocasiones tanto en la literatura como en la mitología, sobre todo en forma de alusiones al elixir de la juventud.
Las versiones orientales de las 'Novelas de Alejandro' cuentan la historia del «agua de la vida» que buscaba Alejandro Magno y las historias de los nativos americanos hablan de una fuente curativa relacionada con la mítica isla de Bimini, que ya sorprendieron a los conquistadores españoles de Cuba y Puerto Rico. Los griegos de la antigüedad nos cuentan la historia de la sibila Deífoba, a quien Apolo concedió el deseo de vivir tantos años como granos de arena cupieran en un puñado de su mano. La leyenda dice que vivió nueve vidas humanas de 120 años cada una.
Pero en los tiempos actuales ya no se apela a la bendición divina ni a la ingestión de elixires mágicos para conservar la belleza de la juventud. La ciencia médica ha acelerado su avance de forma espectacular en las últimas décadas y ahora es capaz de ofrecernos aquello que ya prometían dioses y elixires. El sempiterno deseo humano de conservar el divino tesoro de la juventud se ha topado con las múltiples posibilidades, cada vez más numerosas y más al alcance de la mano de cualquier economía doméstica, que ofrecen la medicina y cirugía estética.
Hoy, la demanda de tratamientos estéticos de todo tipo, desde la cirugía que implanta senos o liposucciona los excesos de grasa acumulada en vientres protruyentes, hasta las infiltraciones de sustancias que borran arrugas de las caras y levantan párpados caídos, o los implantes de cabellos que hacen nacer frondosas cabelleras en cabezas antes coronadas por una reluciente calvicie, se han disparado de forma exponencial. El humano contemporáneo no desea ver su imagen envejeciendo frente al espejo y recurre a todo lo que pueda retrasar la aparición de los signos que el paso del tiempo, ineludiblemente antes o después, hará que aparezcan en su imagen especular. Es la lucha permanente contra la huida de la juventud en la errónea percepción de que así podremos retrasar la llegada de la decrepitud y la pérdida progresiva de las características juveniles. Siendo realistas, es evidente que la tecnología biomédica que gira en torno a la medicina estética, no retrasa la realidad del envejecimiento, aunque sí consigue ocultarla temporalmente.
Cabría preguntarse si en este mundo que construimos cada día no se sobrevalora demasiado el culto al cuerpo y la conservación de la imagen juvenil. Evidentemente, los que recurren a la medicina estética lo hacen para estar más satisfechos consigo mismos y mejorar su autoestima, en lo cual no hay nada reprochable. Pero, también están renunciando a expresar de modo natural sus emociones y corren el riesgo de parecerse cada vez menos a quienes, realmente son. Como afirmaba una paciente tras varias sesiones de inyecciones de sustancias que alisaban las arrugas de su cara, «hay que tener cuidado con abusar de esto, porque estás expuesta a que se te quede la misma cara cuando ríes, lloras o estás seria».
Debemos admitir que el anhelo de la eterna juventud es algo que subyace en la naturaleza humana y por eso no cejamos en buscar la perdurabilidad de la juventud de cualquier forma. Así lo hacía la madrastra de Blancanieves, que se miraba cada día en el espejo. Aunque un ejemplo más espeluznante es la historia que cuenta Oscar Wilde en 'El retrato de Dorian Gray', el cual vende su alma para conservar la juventud y la fuerza, a costa de observar todos los días su decrepitud y envejecimiento en la imagen que le devolvía el retrato que le hiciera su amigo pintor. Fue tal el pánico que sintió al observar el paso del tiempo en ese propio retrato que terminó apuñalando el cuadro, sin saber que realmente se estaba matando así mismo. Se suicidó horrorizado de su propia decrepitud.
Es lícito preguntarse si, más allá del lógico deseo de mantener la juventud, a la vista del fracaso por no conseguirlo, no debiera el hombre contemporáneo asumir con racionalidad el paso del tiempo, inclusive señalando la belleza y la sabiduría ocultas tras los signos del paso del tiempo.
Una reciente publicación científica firmada por dos médicos chilenos del mismo hospital, el primero, cirujano plástico, y el segundo, del comité de ética del centro, refiere en un artículo titulado «Algunas reflexiones éticas sobre la cirugía plástica», que «la sociedad actual debe aprender a educar la mirada, para que no se centre sólo en aquello externo y epidérmico, el cuerpo, sino en todo aquello que da identidad y sentido a la vida de una persona». Estas consideraciones no pretenden demonizar la medicina estética, sino defender un uso racional de la misma, usándola en la conciencia de que el paso del tiempo es inexorable y la juventud, ¡divino tesoro!, terminará yéndose para no volver.
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