La contabilidad de la muerte
Cincuenta muertos. Ciento treinta y cinco muertos. Setenta y seis muertos. Las cifras llegan cada mañana, puntuales como un parte meteorológico
«El mal no es radical, sólo extremo; no tiene profundidad, ni tampoco una dimensión demoníaca. Puede crecer desmesuradamente y devastar el mundo precisamente porque ... se extiende como un hongo sobre su superficie», afirmaba la filósofa Hannah Arendt en su intento de explicar que el mal no es una fuerza intrínseca y poderosa, sino más bien una consecuencia de la falta de pensamiento crítico y la incapacidad de las personas para resistir ideologías o sistemas que promueven la violencia y la opresión.
Es lícito entonces preguntarse si esto no está hoy sucediendo ante nuestros ojos, cuando los medios de comunicación nos atosigan a diario con datos de muertes y crueldades en muchos lugares del planeta, y nosotros no respondemos sino con indiferencia y silencio.
Cincuenta muertos. Ciento treinta y cinco muertos. Setenta y seis muertos. Las cifras llegan cada mañana, puntuales como un parte meteorológico. Es la contabilidad de la muerte que nos remite desde todos los medios de comunicación a diario las cifras del terror provocado por el propio ser humano. Las leemos entre sorbos de café, las escuchamos en el telediario mientras masticamos sin apetito. Números que se amontonan en las esquinas de la pantalla, como si fueran la cotización de la bolsa o los goles de una liga menor. Pero no: son vidas. Vidas borradas, historias truncadas, futuros reducidos a ceniza en Gaza, en Ucrania, en Sudán, en tantos lugares donde la muerte ha dejado de ser una tragedia para convertirse en estadística.
¿Cuándo perdimos la capacidad de estremecernos? ¿Cuándo se volvió normal contar cadáveres como quien cuenta los días? Nietzsche escribió: «¿Cómo hemos podido bebernos el mar? ¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte? ¿Y adónde iremos ahora, lejos de todos los hombres?». Quizás la respuesta esté en nuestra incapacidad para sostener la mirada ante el horror repetido. La repetición nos anestesia. La cifra nos protege del rostro concreto del dolor.
Auschwitz. El Gulag. Ruanda. Srebrenica. Gaza. Nombres que resuenan como ecos de una misma pesadilla. Hannah Arendt nos advirtió: el mal no necesita monstruos, solo burócratas que firmen órdenes, soldados que obedezcan, ciudadanos que prefieran no saber. Stalin no empuñó personalmente el fusil que mató a millones, ni los hutus de Ruanda eran todos asesinos natos. Fue la maquinaria de la deshumanización, la reducción del otro a algo que puede ser eliminado sin remordimiento.
Y sin embargo, en medio de la oscuridad, siempre hubo voces que se alzaron. Como la de Primo Levi, superviviente de los campos nazis, que escribió: «Si comprender es imposible, conocer es necesario». O la de Vasili Grossman, testigo del horror stalinista, quien recordó que «el bien humano es silencioso, es pequeño, pero es más fuerte que el mal».
Cristo dijo: «Amad a vuestros enemigos». Buda enseñó que «el odio no cesa con el odio, sino con el amor». Gandhi demostró que la no violencia no es co bardía, sino la forma más audaz de resistencia. Sus palabras no son consignas ingenuas, sino desafíos radicales a la lógica de la venganza.
Pero nuestra época, intoxicada por el pensamiento individualista que prevalece sobre el sentimiento de pertenencia a la colectividad humana, desconfía de estos llamamientos. Prefiere creer, como Caín, que no es custodio de su hermano. Y así, mientras Gaza arde, mientras los niños mueren bajo los escombros, nosotros seguimos contando. Setenta y seis. Ciento treinta y cinco. Cincuenta.
En medio del desastre, los poetas continúan erigiéndose en guardianes de lo humano. Paul Celan, tras el Holocausto, buscó palabras «más ligeras que las cenizas» para nombrar lo innombrable. Y Mahmoud Darwish, el gran bardo palestino, escribió: «En esta tierra hay lo que merece la vida».
No se trata de un optimismo ciego, sino de la terquedad de creer que otro mundo es posible. Como escribió Eduardo Galeano: «Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo».
La contabilidad de la muerte no puede ser el capítulo permanente de nuestra historia. Frente a la indiferencia, la memoria. Frente al odio, la compasión. Frente a los números, los nombres.
Porque detrás del setenta y seis hay una niña que coleccionaba piedras de colores. Detrás del ciento treinta y cinco, un abuelo que contaba historias bajo los olivos. Detrás del cincuenta, un médico que murió protegiendo a su paciente.
La muerte puede ser banal, pero la vida nunca lo es.
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