Invierno de intelectualidad
Tribuna ·
Para ser intelectual hay que pagar un elevado peaje en la autopista de la vida, incluido el no ser reconocido, por ser demasiado conocido, y afrontar la apuesta por una de las aspiraciones de Don Quijote: la libertadViernes, 24 de enero 2020, 22:27
Hace varias semanas viví una experiencia singular en el autobús. A los pocos minutos de subirme, un señor, a quien yo no conocía ni él ... a mí, me preguntó a bocajarro: «Dígame usted los nombres de los presidentes de la Primera República española». Entre la extrañeza y la duda, transcurrieron unos segundos a pesar de que tenía fresca la memoria de aquellos años convulsos: «Estanislao Figueras, Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar», respondí. Con gesto sorprendido, me dijo: «Sobresaliente; sin embargo no me ha mencionado el nombre de Pi y Margall. ¡Francisco o Francesc!, a convenir». No sin ironía le advertí: «Algunas veces no recuerdo el mío». Cambió de semblante y con no disimulada curiosidad me preguntó: «¿Qué opina de la democracia?». Intenté dar un rodeo, pero renuncié y preferí ir de frente: «¿Se acuerda usted de aquel anuncio televisivo de la marca Fercu? Pues, democracia es…otra cosa». Y siguió el 'cuestionario' a modo de telegrama. La última interpelación fue: «¿Cómo describiría usted a un intelectual?». No pude satisfacer su curiosidad porque el autobús llegó a mi parada. Iba a haberle respondido con mi definición favorita, que es de Tony Judt: «Libertad para pasar hambre».
Una de las tareas principales de los intelectuales en opinión del citado historiador es «no imaginar mundos mejores, sino más bien pensar en cómo evitar que sean peores», y esto incluye no escuchar a quienes «pintan panoramas de situaciones idealizadas». O sea, no confundir la sensatez de la realidad con el optimismo de la sublimación, ya que «la razón por la que necesitamos a los intelectuales, así como a cuantos más periodistas de valía podamos, es llenar el espacio que va creciendo entre las dos partes de la democracia: los gobernantes y los gobernados», y dar ánimos y compañía en la zozobra y angustia diarias.
Un intelectual no está cómodo en podios ni tribunas al sentirse llamado por las alturas, por las cumbres en las que no habita la arrogancia, donde la palabra se convierte en témpano de hielo y el silencio aguanta temperaturas bajo cero, azotado por vendavales. Los verdaderos intelectuales, no desde el plano teorético «lo que se dirige al conocimiento no a la acción ni a la práctica», sustituyen «la victoria por la superación de la derrota» y prefieren ciento volando que pájaro en mano. En otros términos: riesgo, compromiso ante la realidad cuyos cimientos tiemblan diariamente; como el héroe que empuja la escalera una vez que ha subido a su acrópolis. Son los que dicen que en su hambre mandan ellos, no las frutas de los árboles deseados, las distinciones, los honores, los premios. Aunque ¿quién no admira y valora los 20 doctorados honoris causa otorgados a Viktor Frankl, miembro que fue de 75 asociaciones científicas, invitado por 200 universidades para dictar conferencias? Buen freno para la veleidosa altanería. Los consejos meditados o escritos en confortable habitación o en idílico paraje son saludables, pero el genuino intelectual, además de ser considerado por lo que escribe o piensa, se distingue por sus actitudes. Sus palabras son los hechos, sin frívolas exhibiciones.
Los intelectuales, sostenidos por la ejemplaridad del agua ante el fuego, le toman el pulso a las 'verdades' de la Historia, plagada de paréntesis, engaños y disfraces, al tiempo que reflexionan críticamente sobre la realidad sin excluir la denuncia del fomento de la tristeza y el resentimiento, con la intención de influir en ella, consiguiendo ocasionalmente «cierto status de autoridad ante la opinión pública». Karl Popper exhortaba a los intelectuales a que reconocieran finalmente su responsabilidad por la humanidad y la verdad. Ser culto, ser inteligente no es ser intelectual. Faltan matices sustanciales como el valor de un testimonio que lidere la desesperación o «la dignidad del anonimato, el recato de la soledad», que es «heroico y difícil», según Miguel Torga.
Para ser intelectual hay que pagar un elevado peaje en la autopista de la vida, incluido el no ser reconocido, por ser demasiado conocido, y afrontar la apuesta por una de las aspiraciones de Don Quijote: la libertad, que suele incluir la pérdida de honores, mas no del honor, porque por ella «se puede y se debe aventurar la vida». Nuestros paisajes de hoy, no exentos de ficción, de enaltecidas mentiras, de toleradas groserías, de ilusoria libertad, de eufórico bienestar, me recuerdan aquel sentimiento que embargaba a José Ramón Ripoll: «Poco a poco me voy acostumbrando a la espesura de esa niebla flotante donde ni yo me reconozco». El intelectual gobierna el país de su silencio y sus palabras, y regula y equilibra el termómetro de las estaciones. En invierno da calor, que tanto necesitamos y anhelamos hoy, y en verano frescor. Pero sobre todo, el intelectual dice NO cuando casi todos dicen SÍ.
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