El hombre bobo
Tribuna ·
A finales del año pasado se nos bombardeó con el mensaje machacón de que había que salvar la Navidad, pero no se nos informó que iba a traernos el fantasma terrible de la post-navidad del futuro cargado de miles de muertosJueves, 4 de febrero 2021, 23:38
Hace no mucho tiempo se hizo viral en algunos medios de comunicación una noticia que venía a decir que el kakapu era el animal más ... tonto del mundo. El nombre kakapu procede del maorí, porque es en Nueva Zelanda donde se encuentra su hábitat natural, y significa loro nocturno. Efectivamente, el kakapu es un ave de hábitos trasnochadores, de gran tamaño y alas disfuncionales, que está emparentado con los loros, cotorras y otros psitaciformes, que así es como se llama el grupo zoológico al que pertenecen, como nosotros nos encuadramos en el orden de los primates. La anatomía y el comportamiento actuales del kakapu han sido moldeados por la evolución aplicándose los cánones de la selección natural, en la que participan como actores más importantes la climatología, la geografía y la orografía, las fuentes de alimentación y los potenciales depredadores, entre otros.
La etología (comportamiento) del kakapu viene dictada sin duda alguna por las reglas que rigen sus instintos, con la finalidad de mantener la supervivencia de su propia especie. Cualquier cualidad humana que queramos atribuirle basada en nuestro patrón comportamental es un ejercicio gratuito, ya que solo nosotros nos regimos por referencias racional-psicosociales, aun siendo éstas indescifrables por ahora. Por tanto, todavía sigo sin entender por qué se catalogó como el animal más tonto del mundo a este loro que, más que nada, despierta ternura cuando uno lo observa con detenimiento.
Cuando hablamos de pájaro bobo siempre se nos viene a la cabeza la imagen de un pingüino. Pero pingüinos hay de diversos tipos, cada uno con su hábitat y características peculiares y que nosotros no diferenciamos entre ellos, aunque a todos les cargamos el sambenito de bobos. Así, tenemos el más famoso de todos, el pingüino emperador, el que habita en la Antártida desde antes de que Roald Amundsen y Robert Scott y sus incondicionales acompañantes hollaran tan inhóspito lugar por primera vez. Pero también tenemos el pingüino rey, el pingüino papúa, el de las Galápagos, el de Humboldt, el pingüino juanito, y alguno más. Los pingüinos son aves de un tamaño variable y, al igual que el kakapu, tienen alas atrofiadas y disfuncionales que no les permiten volar. También como en el kakapu, la selección natural ha diseñado estrategias para la supervivencia de esta especie habida cuenta de que adolecen de uno de los rasgos más característicos de las aves, el vuelo. El nombre de bobo parece que proviene de un ave ya extinguida, el dodo, del portugués doudo, vocablo que podría haber derivado, por esas cosas del lenguaje, en bobo. El dodo era también un ave no voladora que habitaba en la Isla Mauricio y tenía cierto parecido a los pingüinos. Lo de bobo tampoco fue acertado, ya que su cerebro era el de un ave razonablemente inteligente. Así pues, son misteriosos algunas veces los vericuetos que nos llevan a atribuir características humanas a los animales, aunque nos aprovechemos de esas analogías aparentes para divertimento general, como ya hiciera del deshollinador Dick van Dyke en la deliciosa Mary Poppins.
Tonto es el que hace tonterías, nos recordaba Forrest Gump mientras, sentado en un banco, esperaba interminablemente al autobús que lo llevara hasta su adorada Jenny. A finales del año pasado se nos bombardeó con el mensaje machacón de que había que salvar la Navidad. Lo que en realidad se quería decir era salvar el negocio político-económico de la Navidad. Pero no se nos informó tan manera tan insistente de que ese scroogiano lema para la Navidad del presente iba a traernos el fantasma terrible de la post-navidad del futuro cargado de miles de muertos. Me cuestiono qué pensarán todos los familiares y amigos de tantos fallecidos a causa del coronavirus sobre aquel mensaje.
Hace unos días me preguntó un amigo si estaba tipificado en el Código Civil, en el Penal, o cualquier código ético o incluso deontológico el hecho de que un cargo público conminara a la población a ejercitar una actividad a sabiendas de que todo ello provocaría efectos nefastos en contra de la propia especie (sociedad, en el caso de humanos). Le dije que yo era biólogo y que podía entender de kakapus y de pájaros bobo, pero que ni siquiera ellos, a pesar de cómo estaban catalogados, infringirían daños que pudieran afectar a su supervivencia. Y menos, conscientemente. Por tanto, le seguí respondiendo, no pensaba que a nadie en su sano juicio se le podría ocurrir tan nefanda actitud, que eso era una tontería, y que, hasta donde yo sabía, ningún código moderno penaliza las tonterías. La cosa quedó en que ambos olvidaríamos esa conversación y en que no la haríamos pública, no fuera que quien quiera que la oyera nos trate de bobos. Y dejamos para otro momento el hablar de la fragilidad de tantas decisiones de los humanos que quedan en papel mojado, cuando bajo nuestros pies granadinos subyace un enjambre de seísmos que nos impulsan a contravenir cualquier toque de queda y pauta de confinamiento que nos impongan nuestras autoridades por causa de la pandemia.
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