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La heroicidad que salvó a 'Los últimos de Filipinas'

El golpe de mano que acabó con la epidemia que consumía a los Héroes de Baler fue propiciado por un descubrimiento del teniente médico Rogelio Vigil de Quiñones, licencidado por la Universidad de Granada y que ejerció como médico en el valle de Lecrín, con el que tenemos una deuda histórica aún a día de hoy

Miguel Ángel López de la Asunción

Miércoles, 29 de mayo 2019, 00:18

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El próximo 2 de junio se cumple el 120 aniversario de la finalización del asedio sufrido por un destacamento militar español en la iglesia de Baler, localidad filipina de la contracosta de la isla de Luzón, entre el 27 de junio de 1898 y el 2 de junio del siguiente año. Entre los militares sitiados se hallaban dos componentes de la Cuarta Brigada de Sanidad Militar que, sin forzar aseveración ni hacer venturosas elucubraciones, fueron en gran medida responsables del logro de una de las mayores hazañas del nuestro Ejército. Además de participar en todo momento en los combates y de carecer de medios, el teniente médico provisional don Rogelio Vigil de Quiñones y Alfaro y el sanitario Bernardino Sánchez Caínzos, ejercieron una labor facultativa ejemplar en atención a enfermos y heridos y frente a la epidemia de beriberi que arrolló la guarnición.

El beriberi es una enfermedad causada por la carencia de vitamina B1 (tiamina). Nuestro organismo es incapaz de producirla, obteniéndola de alimentos como carne, legumbres, cereales y en menor medida de frutas, verduras, lácteos y pescados. Actualmente conocemos sus causas y tratamientos, pero en aquellos días constituía todo un misterio.

Vigil de Quiñones, licenciado en Medicina y Cirugía por la Universidad de Granada y médico rural durante once años en el granadino valle de Lecrín, fue un verdadero héroe. A pesar de padecer él mismo la epidemia de beriberi que acabó con 12 compañeros y recibir una herida grave de proyectil en la parte superior de la región lumbar –cosida por él mismo con ayuda de un espejo– procuró permanentemente asistencia sanitaria a los sitiados haciéndose trasladar de enfermo a enfermo sentado en una silla ante la imposibilidad de mantenerse en pie. Pero además de realizar este esfuerzo sobrehumano digno de un médico militar sin igual, fue pionero a nivel mundial al establecer la relación entre alimentación y beriberi, lo que constituyó una clave fundamental para la salvación del destacamento.

A principios de diciembre, cuando 15 defensores padecían beriberi y 11 habían fallecido por la enfermedad, observó una leve mejoría en su caso tras consumir algunas hierbas que crecían alrededor de las trincheras y, a su vez, un rápido empeoramiento al eliminarlas de su dieta debido a un mayor celo del enemigo. Moribundo y consciente de la cercanía de su final, la noche del 13 de diciembre de 1898 llamó a su compañero de fatigas, el segundo teniente Martín Cerezo –en aquellos momentos jefe de la defensa– y le expuso su descubrimiento y la gravedad de su situación: «Martín, yo ya me muero, estoy muy malo. Si pudiesen traer algo verde de fuera quizá mejoraría, y como yo, estos otros enfermos».

Ante la angustiosa situación se decidió verificar la quema del pueblo con objeto de retrasar las líneas enemigas, ampliar el perímetro defensivo y abastecerse de alimentos. El escenario era crítico. El fracaso del golpe de mano supondría el final de los defensores. Si bien todos los que podían mantenerse en pie se presentaron voluntarios, se asignó la misión al cabo José Olivares y los diez soldados en mejores condiciones físicas. En torno al medio día del 14, el cabo acompañado de nueve soldados del Batallón de Cazadores Expedicionario nº 2 y del perteneciente a Administración Militar, abandonaron la iglesia. Ya en el exterior, se desplegaron con la bayoneta calada, poniendo en fuga a los centinelas sitiadores. Tras tomar posiciones, protegieron las operaciones del soldado encargado de iniciar el fuego. Mediante una caña y trapos impregnados en petróleo y la ayuda del viento el fuego comenzó a extenderse y la partida avanzó para consumar mayor daño al enemigo. Antes de que este pudiese reaccionar todos los bahay, viviendas de caña y nipa, que rodeaban la iglesia estaban en llamas, alcanzando incluso la primera línea de trincheras enemigas –la más comprometida y perniciosa para los peninsulares– antes de recibir una descarga de fusilería como respuesta y la orden de replegarse.

El médico, sabedor del significado del logro de la misión, como agradecimiento regaló al cabo Olivares el célebre reloj que marcó las últimas horas del Imperio español, un sencillo aparato de cadena marca Cyma que retornó a la familia del médico en 1946 y del que podremos disfrutar, entre otras interesantísimas piezas, en la exposición que tendrá lugar próximamente en el Museo del Ejército de Toledo.

La operación fue un verdadero éxito. Las vanguardias tagalas fueron retrasadas y los españoles dispusieron de un perímetro despejado de 200 metros alrededor de su posición, lo que permitió abrir las puertas de la iglesia –cerradas desde el comienzo del asedio– y la entrada de luz y aire fresco. Con ello se pudo sanear el recinto y realizar incursiones por los parajes cercanos para obtener pequeños animales y hierbas que complementasen la dieta de los sitiados. Estas medidas, además de permitir prolongar la defensa durante meses, fueron garantes de la salvación de la mayoría de los enfermos y a la postre del destacamento.

Tras regresar a la Península, la heroica y trascendental labor de Vigil fue objeto de juicio contradictorio para dilucidar si era merecedor de la Cruz Laureada de San Fernando, la mayor condecoración de nuestro Ejército. Sorprendentemente, en contra del dictamen final del juez instructor que ratificó que, acorde al caso 69 del artículo 25 de la ley de 18 de mayo de 1862, cumplía todos los requisitos instados a los miembros de Sanidad Militar, lo cierto es que su ingreso en la Real y Militar Orden jamás se llevó a cabo.

Un heterogéneo grupo de instituciones, especialistas en el episodio y particulares agradecidos al médico de Baler, entre los que me encuentro, se han comprometido en ensalzar su proeza y realizar las gestiones oportunas para que tenga lugar la reapertura de la causa que, sea dicho, incumplió en su desarrollo parte de lo establecido en sus rigurosos reglamentos. Es el momento de subsanar una deuda histórica que mantenemos con un pionero de nuestra Sanidad Militar que sirvió heroicamente a España en tres continentes.

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