Héroe, no delincuente
Opinión ·
La cuestión de la eutanasia es, junto a otros dos o tres que tienen semejantes implicaciones morales y de conciencia, una de las más debatidas del derecho penalJESÚS BARQUÍN SANZ
Domingo, 7 de abril 2019, 00:42
Don Ángel Hernández, un héroe de nuestro tiempo que asume con entereza la responsabilidad por sus hechos, ayuda a su mujer doña María José Carrasco ... a suicidarse para acabar con un sufrimiento de años sin esperanza. A continuación es detenido y enviado al calabozo policial, como presunto delincuente. ¿Debemos valorar un caso como este por sus propios méritos, como suceso individual, o en el contexto general de la posición que cada uno mantenga acerca de la eutanasia como hipótesis?
A veces simplificar ayuda, sobre todo en el corto espacio de una columna de prensa, así que digamos que el mundo y sus cosas pueden ser observados de dos maneras contrapuestas. O bien con las gafas de los principios, de modo que lo relevante no serían los fenómenos en sí sino su significado en el contexto de una perspectiva global o teórica. O bien con espíritu de entomólogo que observa cada evento como un suceso singular e irrepetible, merecedor de asombro, compasión, espanto, rechazo, admiración o indiferencia por sí mismo, más allá del supuesto significado que le atribuya en abstracto un determinado enfoque social, político o ideológico.
Uno, que es más inductivo que deductivo y que está de acuerdo con quien dijo que, mientras unas personas se adhieren a un sistema, otros procuramos pensar, siente naturalmente más simpatía por la segunda opción. Al mismo tiempo, la profesión de jurista académico me fuerza, afortunadamente, a mantener un diálogo continuo con el pensamiento sistemático. Y es que parece fácil de comprender que las leyes penales, quizás con más motivo aún que las demás normas, deben estar formuladas con una vocación de generalidad. Por eso no suele ser bueno legislar en caliente y a propósito de casos muy concretos y posiblemente extremos. Pero sí que resulta siempre imprescindible poner a prueba las normas abstractas confrontándolas con los supuestos hipotéticos o reales a los que se va a aplicar. Y, desde luego, aquella prevención de no cambiar las leyes en caliente se esfuma cuando el caso concreto encaja como un guante en la formulación literal de la norma: cooperar «activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por la petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar» (artículo 143.4 del Código Penal).
La cuestión de la eutanasia es, junto a otras dos o tres que tienen semejantes implicaciones morales y de conciencia, una de las más debatidas del derecho penal. Desde una perspectiva general, conviene plantearse preguntas para las que cada uno ha de encontrar una respuesta razonada y éticamente ponderada, antes que pretender resolver el asunto desde posiciones fundamentalistas que recurrirían a principios supuestamente inatacables: a) Ya sea la idea de la absoluta e inmatizada intangibilidad de la vida humana, que conduciría a la absurda crueldad de justificar cualquier tipo de encarnizamiento terapéutico que pudiera alargar unos segundos la vida del enfermo terminal. b) Ya sea la pretendida supremacía absoluta de la voluntad individual, que podría conducir a dejar impunes conductas tan aberrantes como los suicidios colectivos o el canibalismo consentido por la víctima (recomiendo al lector que se documente sobre el caso de Armin Meiwes, condenado a prisión perpetua en Alemania).
El reconocimiento de que estamos ante un dilema de implicaciones morales no debe impedir darse cuenta de que lo que aquí se plantea es un problema últimamente jurídico: desde el punto de vista de la política legislativa, de lo que se trata es de dilucidar cuándo hay que castigar con pena -y, en su caso, con qué pena- a quienes colaboran de algún modo en la muerte de otra persona que ha decidido que la vida ya no es para ella más que una fuente de sufrimiento y dolor. Y sería un error que el caso de nuestro héroe condujera a eliminar del todo la supervisión pública, incluso penal, de aquellos supuestos en los que una persona muere suicidada con la activa participación de otra. Esta materia no permite una respuesta unívoca sino que exige un examen ponderado, porque las viejas preguntas seguirán vigentes; entre ellas: ¿han de manejarse criterios objetivos como los graves padecimientos y la falta de esperanza o se trata más bien de una simple cuestión de respetar la voluntad de cada uno acerca de su propia vida?, ¿cuándo se puede decir que una enfermedad es lo suficientemente grave?, ¿es lo mismo petición que consentimiento?, ¿niños, incapaces, personas en coma: hasta dónde se puede llegar en relación con quienes no tienen capacidad para consentir?, ¿es irrelevante que el principal motivo del partícipe pueda no ser el amor ni la compasión sino la codicia o el deseo de liberarse de una molestia? Y en algunos casos la respuesta penal estará justificada.
Pero dejemos aparcada la elucubración y volvamos al crudo hecho, que por otra parte se ha visto facilitado por la deplorable aplicación extensiva que se viene haciendo de la detención policial. A mi juicio, hoy en día la mayoría de la población aprecia un núcleo de profunda inhumanidad en un sistema de justicia que, ante una conducta virtuosa como la del señor Hernández y una tragedia como la de la señora Carrasco, responde de entrada con el calabozo en lugar de con la solidaridad y el acompañamiento en el duelo. Por ello es urgente que se despenalice esta clase de conductas. Debe despenalizarse ya, en caliente, antes de que se enfríe el recuerdo de este día triste.
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