Los granadinos que se van y los que se quedan
Cuando se retorna al hogar ha de asumirse la obligación moral de aportar ideas, crear estímulos y ofrecer respaldo personal desde la convicción de que no es un desdoro irse ni quedarse
José garcía román
Sábado, 7 de septiembre 2019, 00:19
En su audaz, apasionado, duro y sincero ensayo, Nicolás López Calera llama la atención sobre la oligarquía que adopta el modo de «un ser granadino, ... dominante y dominador, que tiene secuestradas las mejores formas del ser granadino». No es mi intención referirme al 'ser', pues me obligaría a adentrarme en complicados terrenos ontológicos y tal asunto escapa a esta reflexión; pero sí al 'ser de'.
Se es de una tierra, por nacimiento, por circunstancias o por decisión individual al haber encontrado la luz, el paisaje, el clima, la belleza y el trabajo anhelados. El certificado de nacimiento o de sentimiento otorga derecho a ser llamado granadino, pese a que el arraigo genuino sea inconfundible como la alegría en el rostro.
Hay granadinos que se van por asuntos profesionales y dejan las huellas de su corazón dolorido; otros se marchan marcando distancias pues se asfixian en un lugar que no les proporciona el oxígeno que necesitan, y vuelven ocasionalmente para reencontrarse con sus recuerdos y hacer un test, frecuentemente con la arrogancia de la condición de ciudadanos del mundo como si los localismos existieran sólo en ciudades y pueblos de segunda, y lo universal no pudiese hallarse en alguna villa de la Alpujarra o en Sao Martinho de Anta, cuna de Miguel Torga, con mil escasos habitantes. Y hay quienes, aunque quisieran, jamás podrían abandonar Granada. Asimismo es posible vivir lejos de la propia tierra sin marcharse nunca de ella, por falta de empatía.
No es fácil entender el comportamiento de los que al volver a Granada reprenden a los residentes por la situación en que se encuentra la ciudad. Cuando se retorna al hogar ha de asumirse la obligación moral de aportar ideas, crear estímulos y ofrecer respaldo personal desde la convicción de que no es un desdoro irse ni quedarse.
Es lamentable que se pretenda ofender a ciudadanos por vivir en zonas de poca imagen cultural o por resignarse a «torear en plaza de provincias» y, aquí radica la extrañeza, no se rechacen aplausos ni reconocimientos de segundo o tercer nivel. Lo culto no tiene que ver con la exhibición, sí con la interioridad. Y es que la Quinta Avenida de Nueva York puede ser una callejuela en comparación con la cosmopolita Carrera del Darro, paso obligado para contemplar y admirar los 'rascacielos' de los palacios de la Alhambra.
A veces buscamos nuestro pedestal en nombre de Granada, necesitada de apoyo y renuncia a apetencias de glorias momentáneas y, por consiguiente, efímeras. Ella protege laureles que crecen recatados y perfuman el ambiente recordando que hemos de estar curados de esa cosa llamada vanidad que acaba sepultada o incinerada. Granada, cuando se le sirve, sobredá «armonía y eternidad». Sin embargo, no olvidemos que la celebridad corresponde al dictamen del tiempo una vez que ha cernido la criba implacable, sopesando apariencias y realidades. Vuelvo a rememorar que, para Falla, Granada llegó a ser «el centro del mundo». Decir esto hoy implicaría el riesgo de ser tachados de provincianos.
Miles de imágenes vuelan por las redes sociales demostrando que Granada estaba, está y seguirá estando presente en nuestro Planeta, y que cual potente imán atrae anualmente a millones de visitantes que se conmocionan ante una naturaleza asombrosa y monumentalidad portentosa, de igual manera que le ocurriera a Stendhal al llegar a Florencia, herido por el rayo del arte y la belleza.
Granada requiere barrenderos, limpiadores de cristales, muros y plazas, cuidadores de jardines, mano de obra, purificadores de aire, pensadores, científicos, creadores, empresarios, sufridores activos ante agresiones histórico-artísticas y medioambientales, incurias y deslealtades, y restauradores de vestigios de personajes, reconocidos o no, que por sensibilidad y decoro enaltecieron y honraron a Granada, al igual que sucede todo el año en el mirador de san Nicolás donde innumerables ojos clavan sus miradas en uno de los paisajes más celebrados de la Tierra, o en la inmensidad de la Catedral.
Y también sacudirse complejos. «El granadino no es mejor, pero tampoco peor que nadie», decía López Calera. Ciertamente se siente preso de injustas leyendas negras. Mientras en tantas poblaciones se blanquean con suma facilidad, aquí ponemos el acento en la inexistente 'mala sombra', o al menos similar a la de muchos lugares.
En resumen: hay granadinos que al marcharse se dejan un trozo del alma en su espacio más amado; y hay otros que se quedan, y luchan y sufren por su tierra, y aspiran a la mayor distinción: vivir con honor en y para Granada. Aunque, a decir verdad, creo que ningún granadino auténtico se ausenta de Granada, pues la lleva constantemente consigo. Siempre será defensor y embajador de su ciudad, de su provincia con los majestuosos titanes el Mulhacén y el Veleta, engendrados por Sierra Nevada, que no se cansan de sostener parte del techo del mundo. Estos excepcionales granadinos testigos del nacimiento de Granada saben dónde se hallan los incuestionables impulsos e impulsores de un territorio malogrado y maltratado, hasta hace poco codiciado Reino. Dos cumbres que invitan a tensar las cuerdas del espíritu y de la inteligencia para reivindicar y rescatar el poderío y el protagonismo usurpados.
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