La imparcialidad del juez
Gerardo Ruiz-Rico Ruiz
Jaén
Miércoles, 10 de diciembre 2025, 19:11
Los jueces no son marcianos venidos de otro planeta. Como ciudadanos y ciudadanas ordinarios, con nombre y apellidos, paternidad o filiación corrientes, no son ajenos ... a los sentimientos colectivos ni han desarrollado un antídoto que los haga inmunes a la contaminación ideológica. No viven en una burbuja que los aísle por completo del virus de la polarización política, esa patología que afecta hoy a la ciudadanía, una especie de pesadilla colectiva donde aparece un monstruo con cuernos y rabo, habitante de un palacio en la Villa y Corte.
Pero si los jueces son seres vulgares como el resto de la humanidad, y no héroes superlativos, surge entonces, inevitablemente, el interrogante de si pueden ser realmente imparciales. Es decir, si pueden, en el momento de dictar una sentencia, divorciarse de sí mismos, liberarse de sus convicciones personales; si pueden en ese instante olvidar sus señas de identidad más íntimas, las que conforman sus propias creencias políticas, religiosas y éticas.
Seguramente sí es posible hablar de imparcialidad en la mayoría de los casos que se enjuician de manera cotidiana en los tribunales de justicia, cuando se trata sólo de interpretar y aplicar el derecho, en procesos que no tienen connotaciones ideológicas ni repercusiones políticas.
Pero resulta ilusorio pensar que un juez puede ser totalmente aséptico y neutral cuando tiene que resolver casos que pueden entrar en conflicto con esas convicciones individuales tan identitarias. Juicios donde se plantean problemas relacionados con algunos de los derechos más fundamentales consagrados en nuestra Constitución, o derivados directamente de su reconocimiento.
El catálogo no es corto en este sentido escaso. Casos, por ejemplo, donde se sustancia el derecho al aborto, y su contraparte en forma de objeción de conciencia; o bien la libertad para decidir una muerte diga; o la necesidad de salvar esa misma vida frente a una libertad religiosa malentendida que prohíbe las transfusiones sanguíneas. Y no olvidemos que 'sus señorías' tienen sexo (J.J.Ruiz-Rico), esto es, no son inmunes tampoco a esos patrones culturales de un patriarcalismo añejo de la Iberia tradicional, que todavía existe entre nosotros y destila en sentencias que desconocen la perspectiva de género, imprescindible para ganar puntos en materia de igualdad de la mujer.
Finalmente, los jueces también votan; tienen lógicamente sus preferencias políticas y eso resulta un hándicap cuando se trata de juzgar a inculpados que se alistan ideológicamente en las filas del contrario, a independentistas cuando se añora aún y se conserva en las venas algo de aquella patria 'grande y libre'; o a familiares de líderes políticos contra los que se ha desarrollado una obsesión colectiva por su presunta culpabilidad.
La imparcialidad constituye un principio fundamental del estatuto jurídico del juez. Paradójicamente, nuestra Constitución no la menciona expresamente cuando regula el Poder Judicial; y sí lo hace -curioso en estos días tan aciagos para la institución- , al referirse al Ministerio Fiscal. Podría considerarse incluida ya, como contenido ineludible del principio de independencia judicial.
Pero ambos principios no son exactamente lo mismo, ni juegan del mismo modo. La imparcialidad tiene que ver sobre todo con la forma de ejercitar ese extraordinario poder que se les atribuye a los miembros dela judicatura. Es en la manera en que hacen uso de la potestad jurisdiccional –lo de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado- donde debe patentizarse su neutralidad ideológica y la objetividad necesaria en la aplicación del ordenamiento jurídico. La imparcialidad es además una cuestión de imagen, con la que el juez proyecta hacia la sociedad la ausencia de interferencias o influencias procedentes de agentes externos en el momento de cumplir la función que le encomienda la Constitución.
La defensa del interés general no puede verse ensombrecida ni cuestionada por un comportamiento procesal y unas resoluciones judiciales que generen incertidumbre sobre el imprescindible distanciamiento de las propias convicciones personales que como ciudadano de a pie tiene obviamente cualquier juez.
Ciertamente no resulta sencillo, y menos en una época de confrontación dialéctica generalizada, conseguir que los jueces experimenten esa especie de 'desdoblamiento de la personalidad' que implica el principio de imparcialidad judicial. No tanto para que se transmuten de nuevo en la simple boca que lee y aplica la letra de la ley (Montesquieu); puesto que, en una Democracia, la Justicia debe estar siempre inspirada por los valores y los derechos consagrados en una democracia constitucional.
Pero sí es imprescindible un realizar un esfuerzo individual, superior al que se puede exigir a otros funcionarios del estado, para evitar que los tribunales no se conviertan en una mera correa de transmisión ideológica de los partidos políticos; en una caja donde resuenan sólo las palabras que ya se han oído en los medios de comunicación afines a aquellos, moldeando una opinión pública que únicamente espera encontrar en las sentencias de los jueces la ratificación de la sospecha, esté o no suficiente probada, que pesaba sobre personas que cargan con responsables institucionales.
Algo que, en mi opinión, ha ocurrido con el juicio seguido contra el Fiscal General del Estado. Un proceso cuanto menos extraño, porque dicta una condena por ahora carente de fundamentación. Continúa así el Alto tribunal dentro de una línea demasiado 'creativa', con la que los jueces quieren ponerse en el lugar del legislador y elaborar sus propias reglas, tanto para el enjuiciamiento como para el fondo de las sentencias. Demostrativo de lo anterior es la innovadora teoría de la malversación con la que el tribunal Supremo ha intentado, al precio me parece de extralimitarse en sus obligaciones y límites constitucionales , la aplicación de la ley de amnistía a algunos defensores de la independencia de Cataluña, sin duda promotores de un proceso político plenamente inconstitucional. En definitiva, la imparcialidad exige del juez un ejercicio de autorresponsabilidad, la búsqueda de la verdad -ese bien en peligro de extinción- en los argumentos del contrario, en las convicciones de quien opina diferente; para reconocer en él las razones que posiblemente puedan fundamentar una sentencia más justa.
El resultado final nunca puede ser totalmente satisfactorio; recordemos su condición de 'terrícolas' a fin de cuentas. Pero por lo pronto se habrá ganado mucho para recobrar la confianza en la justicia, perdida y extraviada en este país durante los últimos tiempos.
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