El innegable hecho de la evolución
Federico Zurita Martínez
Sábado, 14 de diciembre 2024, 22:41
A mediados del siglo XIX, y en un entorno de auténticos gigantes intelectuales (fue el siglo de Hegel, de Pasteur, de Bolztman, de Dostoievsky, de ... Marx...), unos colosos incluso por encima de esos, Charles Darwin y Alfred Russell Wallace, explicaron los mecanismos que subyacen al origen de la diversidad de las formas vivas existentes. Fue uno de los grandes cataclismos en la historia del pensamiento humano, equiparable sino incluso de mayor calado y más intenso, que la conmoción que provocó la revolución heliocéntrica de Nicolás Copérnico, que supuso un cambio en la centralidad cósmica. Con Darwin y Wallace se transformó radicalmente la manera en la que percibimos la Naturaleza y nos percibimos a nosotros mismos.
Ya en el siglo XVIII, Robert Malthus, un economista británico, se había percatado de que el tamaño de la población crece mucho más rápido que los recursos alimentarios, y que por tanto el futuro no puede ser sino de escasez, hambre e incluso miseria. Miles de millones de personas en el mundo actual, sufren aún esa maldición malthusiana.
La avalancha de datos que verifican la teoría de la evolución por selección natural es abrumadora. No es un relato, es un hecho, y como tal innegable
Estimulados por la sombría predicción de Malthus, Darwin y Wallace observaron que hay un exceso de fecundidad en todas las especies vivas, esto es, nacen más individuos que recursos disponibles hay, lo que deviene sí o sí, en una lucha sin cuartel, por esos recursos limitados. Los que mejor compiten, más descendientes dejan y esos descendientes siempre poseen modificaciones, aunque la mayoría de las veces no sean observables a simple vista. A veces esas variaciones confieren una ventaja adaptativa al individuo que las porta y ese se reproduce más, con lo que esa variación aumentará en frecuencia. Otras veces esas modificaciones causan fecundidad baja o esterilidad en individuos por otra parte totalmente sanos con lo que esa variación desaparecerá.
Y en eso precisamente consiste la selección natural, en la reproducción diferencial de las distintas variantes, en el distinto éxito reproductivo que poseen los individuos. Tan sencillo como que unos individuos dejan más descendientes que otros. Y los hay que no dejan ninguno.
Con el transcurso de las generaciones y el tiempo suficiente, las especies cambian mucho, algunas muchísimo. Tanto como para que un pez se haya transformado en un cocodrilo, un reptil en un ave, o en un animal con pelo y cuyas hembras poseen mamas bilaterales, es decir en un mamífero, nosotros incluidos.
La avalancha de datos que verifican la teoría de la evolución por selección natural es abrumadora. Se confirma a diario en miles de laboratorios de todo el mundo.
No acabo de comprender el mecanismo mental por el que, incluso personas que fueron ministros y a los que por eso mismo se les supone una formación por encima de la que tenemos los ciudadanos 'medios', pueden caer en el infantilismo de explicar nuestro origen por creación intencionada de un ser divino. Y para apoyar eso, Jaime Mayor Oreja con un desprecio manifiesto del método científico, dice literalmente que «entre los científicos están ganando los que creen en la verdad de la creación frente al relato de la evolución», lo cual es radicalmente falso. La evolución no es un relato, es un hecho, y como tal innegable, y se explica fundamentalmente por selección natural.
Creer como explicación del origen del universo, que un anciano de barba blanca (y paradójicamente con cuerpo de culturista) sentado en lo alto de una nube dijera autoritariamente «hágase la luz y la luz se hizo...» es sencillamente ridículo. Tampoco entiendo el mecanismo psicológico por el cual, los que en eso creen, suelen ser también bastante intolerantes con la sexualidad ajena, a pesar de que ésta a ellos para nada los perjudique. En un foro ultraderechista celebrado recientemente en el Senado en Madrid, Lucy Akello, una parlamentaria ugandesa hizo un encendido discurso antiabortista. Al mismo tiempo, ella defiende la legislación de su país que contempla cadena perpetua para los homosexuales y según qué casos, incluso la pena de muerte. Me parece inadmisible que se pueda decir algo así en el Senado de un país del primer mundo donde impera la ley y el Estado de Derecho.
Pero ese es el espíritu de la época que estamos viviendo. Una época en la que Donald Trump el presidente del país más poderoso del mundo, ha nombrado para su gabinete a un negacionista del cambio climático que es además un defensor de la extracción de combustibles fósiles. Para Sanidad, a un antivacunas, y para Educación se ha decantado por un experimentado luchador de lucha libre. El resto son de un perfil parecido a esos. Y con esas mimbres ha cosechado casi 77 millones de votos.
Una prestigiosa revista de investigación biomédica, (British Medical Journal), recupera en un artículo muy reciente, el término 'kakistocracia', para describir esos nombramientos. El término alude a «un gobierno dirigido por los peores ciudadanos, los menos cualificados o los más inescrupulosos». Ya lo avanzó también Michael Gove, el político conservador británico, en la campaña del Brexit: «La gente de este país está harta de los expertos». Da miedo el mundo de indocumentados que se nos viene encima.
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