Al dejar la playa, el personal pasa de la propina a la limosna. Allí dejaba unos euros a la camarera agradeciéndole su profesionalidad y presteza ... al servir la comanda y aquí, cuando acude al súper para la primera compra tras el regreso, encuentra de nuevo en la puerta a esa mujer de la que conoce su vida machacada y le da unas monedas. Al camarero o camarera del chiringuito se les premiaba con la propina su eficacia al servir las mesas y estos, a su vez, correspondían, como detalle de la casa, con un chupito gratis de licor de hierbas que perfuma el aliento y entona el ánimo. Ese mismo ánimo se descompone y resiente cuando, a la vuelta, nos topamos con la víctima del infortunio, cuya desgarrada biografía cabe en las tres líneas que ha escrito con torpe letra en un cartón de embalaje. Al darle ese dinerillo suelto buscamos un efecto placebo que acalle conciencias. Limosnas y propinas son dos tributos del alma, dos gabelas reguladas por esa ley no escrita que se llama costumbre. Son dos impuestos etéreos que no dejan de ser bagatelas frente al tsunami inflacionista que nos va a poner mirando a Trebujena.
Ahora, de vuelta a la rutina, nos encontramos con que el Ayuntamiento está estudiando poner una modesta tasa a quienes nos visiten y pernocten en la ciudad. Que, por decreto, paguen una propinilla o una limosna –llámenla como quieran– por patear nuestras calles y disfrutar del patrimonio cultural granadino. La medida no afectaría, al parecer, a los 'turistas diesel', que son los que más patean, los que menos gastan y no se quedan a dormir o duermen en casa de un colega. Aseguran que las arcas municipales podrían obtener cinco millones de euros al año cobrando un euro o un euro y medio a cada turista que se deje caer en una cama hotelera. Un dinero que serviría «para el mantenimiento, limpieza y conservación del patrimonio y lograr así una ciudad mejor para sus habitantes y, en consecuencia, más óptima para un modelo turístico más respetuoso», según el portavoz de Unidas Podemos. Añade que sería un modo de «compensar a los ciudadanos que en cierto modo sufren las molestias del turismo de aluvión como son la suciedad que genera o la ocupación de la vía pública». Pero al visitante alpargatero va a ser más difícil cobrarle. El alcalde, Paco Cuenca, apunta a su vez que podría destinarse el dinero recaudado a promover la imagen de Granada en mercados de interés como el asiático. Se pretende, pues, que vuelvan a girar sobre las aceras los ruedines de las maletas que traían chinos y japoneses antes de la pandemia, cuando castigaban nuestros oídos desfilando en procesiones interminables hacia el Albaicín. Recuperar el tiempo perdido, pero no como Marcel Proust, por el módico precio de un euro al día. Solo hay un problema y es que, para conseguir esto, tendrá que convertir a los hoteleros en recaudadores municipales y estos no parecen estar por la labor. Si se consigue, y con la venia de Francisco A. de Icaza, bajo el membrete del hotel, en la factura debería figurar algo así como: «Dale limosna, mujer, / que no hay en la vida nada / como la pena de ser / alcalde en esta Granada».
El proyecto es un futurible más de la política municipal. Casi ninguno fragua ni llega a puerto, pero este va a dar mucho que hablar. De momento, se podría convocar un pleno para nombrar patrón de la tasa a fray Leopoldo. Quién mejor que el beato limosnero de Alpandeire para lograr donativos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión