Los reyes Magos alertaron a los ciudadanos de Jerusalén con una pregunta de transcendentes consecuencias: ¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? ... Porque vimos su estrella en Oriente y venimos a adorarle (cfr. Mt 2,2). Estos persas estudiosos de los astros, con sus camellos y dromedarios procedentes de Madián, Efá, Saba, Tarsis y Arabia, como señala el profeta Isaías, llevaban tesoros del mar y las riquezas de los pueblos para ofrecérselos al Señor del señorío. Seguían afanosamente a una estrella muy especial —una posible conjunción planetaria entre Júpiter y Saturno—, hasta que la perdieron de vista en la capital israelita. Es comprensible su preocupación, porque aquella estrella que tanto les había costado encontrarla conducía a Cristo, la luz de los pueblos. Deslumbrados ante la belleza de la creación, con los conocimientos de su profesión, anhelaban el sentido último de la realidad. Afirman con rotundidad que había nacido el rey de Israel —por la ciencia de su saber y quizás por alguna otra revelación o fuente de la Escritura—. Por eso, al perder el rastro de la estrella que les conducía al Niño, consultan a los habitantes del lugar. Esta formulación inquietó a toda la ciudad y, sobre todo, a Herodes que vio peligrar su reinado. Entonces, este genocida de niños inocentes, apodado 'el Grande' —padre de Herodes 'Antipas', el que mandó cortar la cabeza a Juan el Bautista y el de la Pasión de Jesús—, reunió a los entendidos en las Sagradas Escrituras (todos los príncipes de los sacerdotes y los escribas del pueblo) para cerciorarse dónde había de nacer el Mesías. Estos estudiosos y teólogos confirman la aseveración de los Magos, porque, según el profeta Miqueas, de Belén de Judá «saldría el jefe que apacentará al pueblo de Israel». También corroboran que la estrella anunciaría el nacimiento del Mesías, conforme al libro de los Números. A la vez, comprueban, siguiendo al profeta Isaías, que los reyes de la tierra se someterían a Dios, ofreciéndole sus dones. Y aseguran que, en atención al libro del Éxodo, ese Niño es el Hijo de Dios que llevará a cabo la salvación. Tanto los Magos, con el estudio del firmamento, como los expertos de las Escrituras habían llegado a la misma conclusión: el Niño Dios nacería en Belén, a diez kilómetros de Jerusalén. El problema que se suscita —presenta plena actualidad— consiste en que los Magos, que representan la llamada universal a la salvación de todos los pueblos, buscaban —para comprometerse— la verdad de Dios. Sin embargo, ese Niño se convierte para Herodes en un rival a combatir, por entender que limita su existencia y libertad. De ahí sus intenciones aviesas, porque no pretende adorar al Niño, que significa la mayor manifestación de amor; más bien, se enfrentaba a una persona molesta, porque sus enseñanzas suponían un obstáculo para su actuar liberticida.
Las ideologías asumidas por el poder político chocaban entonces como ahora con la verdad. En aquella cohorte herodiana de Jerusalén, se eclipsó el sol que nace de lo alto, el resplandor de la luz eterna, el sol de justicia, porque estaban inmersos en las tinieblas y el pecado. Resulta curioso que, cuando emprendieron de nuevo la marcha los Magos (siguiendo la búsqueda sincera de la verdad), la estrella se apareció de nuevo y se colocó delante de ellos. Al reencontrase con la estrella que les guiaba, los Magos se llenaron de inmensa alegría, hasta que se paró definitivamente sobre el lugar donde estaba el niño. La estrella reaparece y se encamina ante la humildad de Belén, encuentro con Jesús que se hace realidad en la Eucaristía; y desaparece cada vez que aflora la soberbia y el pecado. Allí, con María su madre (el evangelista omite a san José, quizás para subrayar su maternidad virginal) los Magos ofrecieron oro por ser rey, incienso por su divinidad y mirra por el sacrificio redentor. En la solemnidad de la Epifanía se celebra el misterio del nacimiento de Jesús redentor, que se manifiesta a todas las naciones. Abriremos el cofre de nuestro corazón con presentes para ofrecer al Niño: el oro del amor a la Eucaristía, el incienso de la caridad y la mirra de la humildad, para iluminar con la estrella de los Magos el camino hacia Dios.
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