Frente al olivar donde acuden los viajeros para aliviar sus vejigas, nuestro hombre recuerda aquellos años en que su padre les llevaba a la playa. ... Habían recorrido kilómetros sin fin con la perspectiva de un mes entero de sol y baños. Su padre, tras subir el equipaje, les confirmaba que la semana próxima volvería para estar con ellos. Eran los años de los Simca mil, de los Seat 124 y de los seiscientos que todavía se comportaban como dueños de las carreteras. Era también un etapa para olvidar. Sólo en 1976 habían perdido la vida cinco mil personas en el asfalto.
Para frenar esta sangría los responsables del tráfico pusieron de moda aquel eslogan de «papá, ven en tren». A Ganada ya se llegaba en tren, pero no a la costa, donde llevaban años esperando que se hiciera realidad la vieja promesa del ferrocarril. A la Costa sólo se podía acceder por aquella carretera de curvas infinitas que guardamos en la memoria. Y el tren sigue esperando.
Más tarde se hicieron las autovías que cruzaban la Mancha y luego el AVE. Todo cambió. Ya no se contaban por miles los fallecidos en aquellos siniestros fines de semana, sino que bajaron hasta las cifras de los últimos años. El AVE de Sevilla pasó a ser el medio de transporte deseado y Granada, con el malfario que lleva a sus espadas, se apuntó en la lista de quienes también querían AVE. Pasaron los veranos y los inviernos correspondientes. Pasaron los gobiernos, y pasaron los impulsores de la modernidad mientras los políticos iban desgranando las distintas posibilidades y negocios que podían venir con el famoso pájaro… hasta que a una mente lúcida se le ocurrió el trazado actual, que es el peor de todos los posibles.
Ahí seguimos, jugando con el recorrido hasta Antequera. También podía haber llegado hasta Puente Genil o hasta la misma Sevilla. Pero, como esto del trazado ya está muy visto y muy trillado, lo vamos a dejar ahí para entrar en la dura realidad doliente que son estos parones de los trenes en medio de la nada. No hablamos del infernal trazado, sino de las malditas interrupciones que por arte de birlibirloque hacen los convoyes en cualquier descampado manchego. Esto ocurre generalmente en lugares inhóspitos donde no hay ni un modesto ventorro al que acercarse en busca de una cerveza o una botella de agua. Estas paradas, que se están incrementando en los tiempos del señor Puente, deberían incluirse en el libro de los récords absurdos o en el listado de las mejores tonterías de la humanidad.
Lo más disparatado de todo este pifostio es que el señor ministro del ramo, quizás porque está cantándole una nana al niño que acaba de tener, nunca aparece para dar una explicación razonable sobre lo sucedido. El resultado de todo ello es que los papás han vuelto a viajar en su coche, las autovías vuelven a estar atestadas los domingos por la tarde y el número de víctimas en el asfalto está creciendo. Digan lo que digan es lo más parecido a la España de los setenta.
Quizás fuera conveniente, mientras duran estas largas paradas, homenajear a Cervantes, ya que tienen lugar en aquellos descampados de La Mancha que él describió en el Quijote. El problema puede estar en que el ministro Puente no haya leído todavía a Cervantes. Cosa que no sería demasiado sorprendente en un político con tanta carga de trabajo. Tampoco es cuestión de planteare la misma pregunta al ministro de Cultura, que está demasiado atareado estos días.
Quédese, pues, el homenaje en un deseo fallido y que los viajeros del AVE sigan regando, con su habitual mansedumbre, los olivos de La Mancha. Así todo quedará en casa y Cervantes en el olvido.
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