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Con la edad nos vamos acostumbrando a perder muchas cosas, desde el apetito o el sol de la infancia, hasta las gafas, el pelo, los ... dientes o la paciencia. Vamos perdiendo calidades, cualidades y costumbres en un goteo incesante de extravíos, olvidos y quebrantos. Y en medio de tanta pérdida, perdemos hasta el norte, el rosario de la madre, el criterio, las oportunidades, el miedo al infierno, la mili, el clavel en el ojal, los chistes de tartajas, el reloj de bolsillo... y a Mario Vargas Llosa. Por perder, hemos perdido al Papa Francisco y, como por ensalmo, ha aparecido de repente una legión de expertos vaticanistas que, tras calificar de 'irreparable pérdida' su muerte, se apresta a analizar su vida, su obra y su legado. Se fabrican al tiempo biografías de papables a toda máquina. Pronostican cambios radicales o frenazos en seco, como si se tratara de un coche de carreras.
Cuando la política se mete en los recovecos del alma solo transmite angustia y división. Es imposible reseñar en una columna todo lo qué los católicos vieron en este hombre, que vino del Cono Sur para remover conciencias, al par que suscitaba recelos. Nadie puede contentar a todos todo el tiempo. Dentro de poco los lutos que estamos viendo en directo mutarán en palomas de vuelo santo y traerán la alegría y la esperanza a los católicos, como viene siendo desde que, en el siglo XI, Nicolás II decretara que los papas fueran elegidos por el Colegio Cardenalicio.
He conocido siete de estas 'irreparables pérdidas', que el milagro de la vida hace que no sean tan irreparables. Tenía doce años cuando murió Pío XII. La noticia nos la dio, mientras liaba su pitillo de 'caldo de gallina' el profesor de Lengua y Literatura, don Bonifacio Zamora Usábel. –Aquí convendría decir que don Bonifacio, además de orador sagrado, poeta y albacea testamentario de Manuel Machado, fue quien nos habló de Federico García Lorca, lo que no era habitual en aquel Burgos de sotanas y uniformes castrenses–. Aunque es posible que la memoria me falle, creo recordar que se suspendieron las clases y nos llevaron a la capilla. Para aquella tropa de críos, el señor del retrato que estaba en todas las aulas y que había dejado de existir no era Pío XII, era el Papa y solo el Papa. Sí, con nuestros pocos años nos pareció una pérdida irreparable. Pasaron los años y la figura de aquel pontífice fue llenándose de claroscuros por esos expertos vaticanistas, que revisan, reforman, deforman y también informan de todo lo que ocurre en las 44 hectáreas de superficie del minúsculo y poderoso estado.
La 'irreparable pérdida' de Pío XII, que no llevaba mitra sino tiara, fue compensada con la llegada del patriarca de Venecia, Angelo Giuseppe Roncalli, que tomó el nombre de Juan XXIII. Convocó un concilio para quitarle telarañas a la Iglesia. Aparecieron las comunidades de base, y desaparecieron las sotanas, el latín y el canto gregoriano, que se refugió en monasterios como el de Silos. Tras la 'pérdida irreparable' de aquel 'Papa bueno', como lo llamó mucha gente, vinieron las de Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Dentro de unos días, el humo blanco señalará que hay relevo en la silla de Pedro y oiremos a la tropa de expertos diciéndonos todo lo que hay que saber del elegido. Por adelantarme un poco tenía pensado llamar a la 'vice' Yolanda, que conoce el Vaticano como la palma de su mano, pero andaba liada planchando la mantilla para el funeral. Además se le ha venido encima el follón las balas de Israel, que ya han empezado a herir antes de ser disparadas, y no está la mujer para más engorros.
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