Una llamada inoportuna
Nos quieren llevar del ronzal, pero en esta historia las bestias no somos los viejos ni los jubilados
Esteban de las Heras Balbás
Sábado, 13 de abril 2024, 23:09
Luis Rubiales, que no tiene ni para pagarse una cocacola, ha pasado unos días alojado en un hotel de la República Dominicana que cuesta mil ... euros al día. ¿Habrá un mecenas en aquel país caribeño que regala la estancia a quienes llevan ese sonoro apellido? ¿Podría tocarnos algo a quienes nacimos en mi pueblo que también se apellida Rubiales? No lo sé. Normalmente no contesto cuando en la pantalla aparece un número desconocido, pero el otro día era tan insistente la llamada que me vino la imagen del motrileño en atuendo playero y pensé que como mínimo me iban a regalar un juego de sartenes. No hubo tal cosa. Una dulce voz femenina me aburrió con una larga perorata para terminar ofreciéndome no sé qué de un botón rojo para situaciones graves. Me ofrecía una vida, si no eterna, sí suficientemente larga y aburrida como para detestar seguir viendo este panorama de saltabalates y majagranzas que crecen a rebufo de la política patria. No me sedujo la propuesta de aquella voz femenina. Asistir a la representación reiterada del mismo sainete, con mi botoncito rojo colgando del cuello, era demasiado fuerte.
La gente de mi edad disfruta mucho con las llamadas de estos nuevos ángeles de la guarda. Les han dicho que la vida sana consiste en levantarse temprano, ponerse un chándal y salir a trotar durante media hora por las aceras. Lo cumplen a rajatabla, aunque esté lloviendo o sople una brisa sucia con polvo sahariano en suspensión. Luego desayunan sin ponerle azúcar al café, con leche desnatada y tostada de harina de trigo sarraceno. Vuelven a la calle, con su reloj de esfera negra en la muñeca, que les va indicando los pasos que tienen que dar hasta llegar a los diez mil. Se paran a echar una parrafada con ese amigo que llega tarde a su trabajo y que, por deferencia, se ha detenido un momento para preguntarte cómo va la salud. Cuando el cronómetro les indica que ya es la hora del almuerzo, vuelven a casa para ingerir una ensalada con mucha remolacha, zanahoria y otras hierbas, un 'pescaíto' a la plancha y una pieza de fruta. Si es aficionado al café, tras el postre, ha de ser descafeinado y con sacarina u otro edulcorante de los que han contribuido a arruinar la industria remolachera y la caña de azúcar. Por supuesto, han asumido ya que no pueden tomarse un carajillo a primera hora de la mañana para quitarle las telarañas a la garganta, ni meterse entre pecho y espalda una olla de San Antón o un puchero de hinojos.
A esta aburrida panorámica hay que sumarle el goteo incesante de informaciones sobre el enorme gasto que suponen las pensiones para las arcas del Estado, lo que no deja de ser una amenaza velada para los jubilados. Nos quieren dóciles, asustados, ajenos a los centros de decisión, acomplejados por las nuevas tecnologías que solo traen humo e inquietudes. Nos quieren llevar del ronzal, pero en esta historia las bestias no somos los viejos ni los jubilados. Las bestias son esa tropa de vagabundos mentales que se han metido en la política para medrar apoyándose en su ignorancia y en la de sus superiores.
Es muy probable, no lo niego, que yo peque de inconsciente y cuide poco de mi salud, pero cuando subo a despedir a un amigo al cementerio siempre me pregunto si no hubiera sido más gratificante para el difunto, en vez de recorrer los millones de pasos que le aconsejaron dar para vivir más años, haberse sentado a leer un libro o a mirar a través de la ventana el vuelo rasante de los vencejos.
El domingo seguiremos con esa asignatura pendiente que es Granada, porque hay mucha tela que cortar.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión