Aquellos veranos
Donde suenan los timbres oxidados de la infancia
Cuando Fernando Fernán Gómez dijo que las bicicletas eran para el verano, los chicos de mi edad estábamos atrapados en las labores de la trilla ... o acarreando garrafas de agua para los segadores. Las bicicletas sólo servían para pasar la tarde de los domingos, en un afán absurdo de imitar a Federico Martín Bahamontes o a Jesús Loroño, pegados a la piel de la memoria, donde viven los belenes de musgo, serrín, y corcho, revueltos con las bicicletas herrumbrosas en las que ya no suena el timbre. No se oye el timbre, pero a veces, como ahora, se dejan ver algunos domingos, atrapadas por los recuerdos de un tiempo que no volverá nunca, como no volverán a mi pueblo ni don Valero ni la señorita Pona, que durante muchos años fueron los únicos veraneantes que llegaban hasta allí.
Los que ahora llegan son los hijos de quienes se fueron en los años sesenta tras la quimera de las oportunidades. A estos nuevos vecinos les encantan los festivales de voces y barrigas lustrosas, que muestran con orgullo en las terrazas de los bares. En esos bares, que fueron tabernas o cantinas, ya solo quedan de aquella edad las fotos de los abuelos que la dueña mantiene con una veneración de santidad familiar, mayor que la de los patronos de la villa.
Nosotros, los que éramos mochiles y nos fuimos en busca de otra vida diferente, también hemos pasado por estos veraneos y por los de playa y paella, con apartamento alquilado y madrugones para clavar la sombrilla; de cines de verano y de paseos vespertinos buscando quimeras imposibles.
Entre un tiempo y otro hemos vivido otros veranos distintos, en los que se abría un espacio para la poesía, como aquellos que organizaba en Salobreña el periodista Rafael Gómez Montero para dar a las sirenas unas galeradas de poesía, entre las que nunca faltaban los versos de Rafael Guillén, de Pepe Guevara y de Miguelón. Estuve en muchos de ellos, pero en ninguno tuve la fortuna de escuchar la risa de aquellas mujeres míticas.
Ha habido muchos veranos diferentes en todos estos años, pero su recuerdo nunca se desvanece. Hay veranos de soles inclementes y veranos de trilla; de playa y de siestas aburridas. El recuerdo de esos veranos nos ilumina las sombras de la noche cuando envejece la piel y la memoria. En aquellos años todavía nos quedaba el cariño del abuelo, que nos llevaba a países mágicos cuando nos narraba unos cuentos inventados para combatir el aburrimiento. También esa memoria nos trae recuerdos de tormentas como las de estos días, que los abuelos decían que eran las tormentas de Santiago. Era un diluvio que se llevaba las cosechas, arrasando los afanes y esperanzas de los labradores. Todo lo escrito hasta ahora es la memoria de nosotros, los de entonces, que ya no somos los mismos. No somos los mismos, pero sí es la memoria del calendario de la vida, el almanaque de este tiempo, que debería estar tintado en rojo, como está el de la Navidad y sus belenes. Feliz Verano.
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