El pensionista
A la jubilación se llega sin preparación psicológica.
Ernesto Medina Rincón
Miércoles, 21 de febrero 2024, 23:45
El funcionario me requería datos personales que tecleaba diligentemente en el ordenador: lugar y fecha de nacimiento, DNI, profesión. «Hasta hace un mes enseñaba latín…». ... Me interrumpió, «¿latín? ¿Sigue siendo una asignatura esa lengua muerta?». Lo de 'muerta' lo pronunció con un retintín de amargura porque su intelecto no debió de alcanzarle para las traducciones de César. Obvié preguntas de tamaño mal gusto para añadir que había sido director de Instituto. «¿Ya no? Claro, se ha jubilado. De profesión, pensionista». Me cagué elegantemente en sus muertos - «iguales que el latín» añadí- antes de romperle el teclado a puñetazos para evitar la tentación inminente de hacer malabares con su cabeza y otras esferas anatómicas. Cuando hubo llegado el guardia de seguridad, yo llevaba un rato en la calle buscando desesperadamente un supermercado para comprar una botella de brandi que pensaba beberme del tirón. Impropio, pero efectivo: el alcohol para ahogar las penas.
Transcurrido el tiempo, me pregunto qué fue lo que despertó mis demonios internos. Es cierto que pensionista suena viejuno. Franquista incluso, pero no soy persona de eufemismos por lo que ser un PERRACO –acrónimo de 'perceptor de rentas por años cotizados'- es fútil consuelo. Desechada la impertinencia léxica, he llegado a la conclusión de que mi molestia tiene que ver con la decadencia vital. Siempre me ha parecido de pésimo gusto aquel piropo con el que los primaverales pretenden halagar a los ancianos «yo firmaba llegar así a sus años». Vislumbro un día en el que un así agraviado corté el cuello al elocuente con el atenuante de demencia senil transitoria e incluso el eximente completo de ser, vejez manifiesta, inimputable penalmente mientras le garabatea en el pecho con dedos tintos en sangre «pues va a ser que no».
A la jubilación se llega sin preparación psicológica. Una de las afortunadas mañanas en las que ya no es necesario apagar la alarma del móvil -al menos queda la satisfacción de ganarle la partida al muy cabrón que insistía a los cinco y a los diez minutos- el pensionista descubre que se ha alzado el telón del último acto de la representación teatral. El demiurgo resolverá la trama, la luz será atenuada sobre el escenario mientras se escuchan los postreros aplausos que conducirán, con fortuna, a los consabidos elogios en el entierro. Que la duración de este capítulo final sea variable es el asidero del consuelo. Ignoro si mis semanas jubilosas serán rellenadas como voluntario en asociaciones benéficas, de viajes con el INSERSO o injertando orquídeas. Pero columbro que el mundo y la existencia están mal organizadas. Justo al revés. La jubilación debería disfrutarse a cuenta en los años mozos para que el trabajo efectivo se ejercitase en la madurez, plena de experiencia y conocimiento.
Confesaré la verdad. Lo que me molesta es que la tarjeta del jubilado y los descuentos consiguientes no la entregan hasta los sesenta y cinco, edad que aún no alcanzo. Me conforma el pensamiento de que a lo mejor estoy todavía concluyendo el segundo acto. Mas, por otra parte, ¿hay mayor desdicha que ser un pensionista a medias?
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