El diálogo de las lenguas
El español no excluye al resto de lenguas españolas, pero nos han quitado el derecho de denominarlo como corresponde.
Ernesto Medina Rincón
Jaén
Jueves, 12 de junio 2025, 00:01
Mucho antes de que me matriculase en filología tenía claras algunas nociones sobre el lenguaje. Ni siquiera hube de esperar al bachillerato. En las clases ... de lengua de la EGB aprendí que la función primordial del lenguaje era-es-será la comunicación. A partir de esa revelación, la asunción de conceptos tales como signo lingüístico, canal, emisor, receptor… fue muy sencilla. Los años universitarios sirvieron para afianzar, más que mis conocimientos, mi devoción, casi respeto reverencial y taumatúrgico, por el idioma. Por mi lengua materna, el español. Al punto de que he acabado por convertirme en una integrista que desdeña innovaciones y neologismos ignorando con conocimiento de causa unos de los preceptos del lenguaje, que es un ser vivo en constante mutación. Me vence la pasión cegadora por conservar la esencia de las palabras, la ortodoxia gramatical antes que admitir que la lengua pertenece a sus hablantes, los cuales son soberanos de utilizarla según su antojo siempre que no se pierda el objetivo de comunicarse.
Pero los idiomas pertenecen al hombre y a sus circunstancias. Por ejemplo, el latín, el español, el francés o el inglés se convirtieron en instrumentos asociados a la conquista de territorios y la formación de imperios. Cada una en su momento fue el ingrediente esencial de lenguas francas. Estuvieron cerca -privilegio hoy reservado al inglés y, secundariamente, al español- de convertirse en lenguas universales. Donde no triunfó el intento del esperanto hoy estamos cerca del logro con la inteligencia artificial.
También se entremezclan lengua y política. Se prescinde de la riqueza que aporta la diversidad idiomática para utilizarla como arma disgregadora. La política impidió que el español escribiese su nombre propio en la Constitución suplantado por una denominación, castellano, denostada por muchos filólogos y vergonzante frente a los nacionalismos. El español no excluye al resto de lenguas españolas, pero nos han quitado el derecho de denominarlo como corresponde. Mediante tal abdicación, se da lugar a que, en una conferencia de presidentes autonómicos -quienes «tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla» (artículo 3, 1 de la Constitución)- sea necesario el uso de traductores simultáneos. No se pretende destacar que «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección» (artículo 3, 3), sino utilizar los idiomas como munición disgregadora. Nacionalismos contra consenso. Agravios comparativos frente a un proyecto común de Nación. Culpables los presidentes autonómicos que utilizaron sus lenguas vernáculas. Culpable la integrista y reaccionaria Isabel Díaz Ayuso, que en lugar de aportar calma utilizó el incidente en busca del incendio y el provecho propio.
En todo caso, ¿qué más da? En España hace tiempo que entre los políticos la lengua no es comunicación. No es diálogo. Es la artillería para descerrajar tiros al oponente, al enemigo por ser diferente. Contaba el filósofo Ignacio Sotelo que en cierta ocasión le pidió en la aduana a un guardia civil que le cuidase a España. «Pierda cuidado. Hacemos todo lo posible por cargárnosla y ahí sigue viva e indestructible». En cierta manera ése es mi único consuelo. A pesar de los pesares, el lenguaje seguirá siendo comunicación. Y en mi alma, el español.
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