Efectos colaterales
Mi papelera ·
De lo único que no vamos a remontar los que fuimos testigos de un desastre tan colosal y de una gestión política tan nefasta a nivel mundial es del remordimiento por no haber estado a la altura para reaccionar con coraje y exigir cuentasAdela Tarifa
Jueves, 26 de noviembre 2020, 00:38
Cuando escribía este artículo los medios de comunicación daban cuentan de que había muerto en la Comunidad valenciana un niño de 8 años por una ... peritonitis. Hoy nadie habla de ello. Cinco veces lo llevó su abuela, que ejercía de madre, a un centro de salud, entre terribles dolores. No le hicieron ni una analítica. Eso solo pasa en países tercermundistas. Por desgracia la estadística actual dice que somos el tercer país del mundo con más muertos por la Covid-19, porcentualmente. Jamás habría sucedido si nuestra sanidad pública no se hubiera deteriorado a más velocidad de la que mata el dichoso virus chino. Bueno, la verdad es que eso no sabremos nunca con certeza cómo, cuándo y dónde esto empezó. En China ya van hasta sin mascarilla y su economía crece como la espuma mientras en el resto del mundo la pandemia avanza, espanta, arruina, acobarda y roba a los ciudadanos sus derechos fundamentales.
Supongo que lo que nos está pasando también abochorna a los gobernantes con alma, porque ellos hace nada presumían de gestionar una sanidad pública excelente. Como si el mérito fuera suyo y no fruto de nuestros impuestos. Se les ha visto el plumero porque este edificio, el de nuestra sanidad, tenían pies de barro. Es que allí llegaba en realidad poco de lo mucho que ingresan las arcas públicas. Lo construían con bizcochos adulterados. Normal. Para mantener tantos cargos, con sus cargas, se necesita mucho pastel. Dicen algunos que lo que nos cuesta tener tanto político de oficio no es más que el chocolate del loro.
El problema es que en España los loros adictos al chocolate se multiplican sin parar. Y que tanto el chocolate hay que sacarlo de la clase media, la única a la que se puede exprimir eternamente. Los ricos de verdad, pocos, se lo saben todo en lo de montar chiringuitos para escabullir impuestos y los pobres, cada vez más, no llegan a fin de mes y andan en las colas del hambre. Como muchas familias de la clase media. Pero eso es ahora. Antes, hace unos meses, aquí se ataban perros con longaniza. Algunos de los que hoy esperan el subsidio, que nunca llega, hace tres siestas veraneaban en agosto en un hotel de buffet libre y hamaca floreada, aunque no tenían en su cuenta corriente ni un euro ahorrado, por si acaso. En lo de celebrar bodas, bautizos y comuniones a todo tren, colas de espera había en los restaurantes el año pasado.
Sí, éramos la mar de guay hace menos de un año; pero hoy un niño se muere de peritonitis porque no hay un pediatra que lo atienda bien en la sanidad pública. Es que hoy gran parte de la Atención Primaria se ejerce por teléfono, con suerte. Y muchos enfermos graves prefieren morir en su casa a esperar una cola inútil en un hospital infectado.
Los efectos colaterales de lo que está pasando en España no los vamos a saber nunca en una estadística, ni los muertos de la Covid-19 tampoco, pero los imaginamos y nos quitan el sueño. Además nos hemos quedado con cara de tontos mientras nos preguntamos cómo nos dejábamos engañar hace nada tan fácilmente con proclamas electorales de vino y rosas. Mentiras.
Hoy sabemos que los cuentos son para los niños y que nos trataban como si los fuéramos. Sabemos que la mentira era la norma y que ellos sabían la verdad. Es que nada solido se hunde así, en unos meses. Hoy sabemos que vivíamos en un mundo de juegos florales, en una tramoya de cartón piedra pintada de purpurina, perfecta para engaña a los tontos que salen de las ferias con unas copas de más. Hoy nos han dado al fin la bofetada que merecíamos para despertarnos del sueño. Hoy ya no queda ni lugares abiertos para la borrachera colectiva nocturna, la que más mola. Los bares van cerrando a la misma velocidad que crece el paro, mientras que se montan Ucis en cualquier lugar. En un hospital de Granada dedican la cafetería y la capilla a encamar contagiados de la Covid-19. No me extraña. Tampoco me extrañó que hace mucho tiempo cerraran en los hospitales las bibliotecas y muchos archivos de historias clínicas. Así nadie hará más tesis doctorales documentadas con los fracasos ajenos.
El inmenso hospital de campaña de Ifema en Madrid, cerrado demasiado pronto entre palmas y abrazos, era un espanto. Y las morgues atiborradas de cadáveres, ocultadas a las televisiones con tanto empeño, son nuestra vergüenza y pesadilla. Como los ancianos agonizantes en soledad en una prisión llamada Residencia. Son nuestros fantasmas.
Sin embargo esto va a pasar. Hubo situaciones similares y la humanidad resistió. Incluso aprendió. Yo creo que el futuro de este país no será fácil. Pero remontaremos. De lo único que no vamos a remontar los que fuimos testigos de un desastre tan colosal y de una gestión política tan nefasta a nivel mundial es del remordimiento por no haber estado a la altura para reaccionar con coraje y exigir cuentas; de la tristeza interior que dejan tantas ausencias injustas. Como la de ese niño que ha muerto rabiando de dolor a los 8 años por una negligencia sanitaria imperdonable en un país llamado España, que ayer creíamos era el paraíso terrenal. Qué cada cual aguante su palo, dice mi papelera. Hay dolor para todos, y muchas asignaturas pendientes.
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