Dogma
Tribuna ·
Se idolatra la juventud y la belleza, obviando lo efímero de ambos conceptos, en consecuencia, hay cierto recato o aversión a lo espiritualSábado, 12 de septiembre 2020, 00:24
El estatus generacional ha cambiado. Hemos asistido con rabia contenida a la muerte de miles de ancianos que yacían desamparados en residencias y domicilios particulares ... sin que nadie les prestase la más mínima atención. Esto es terroríficamente coherente con la evolución de la sociedad: utilitarista y de ética teleológica, luego el viejo ya no es útil y ninguna moral o doctrina vinculante obliga a asistirlo de manera absoluta.
Hasta hace pocos lustros y en estructuras sociales tradicionales, la ancianidad era literalmente venerada, bien por el halo cuasi mágico que envolvía al anciano, al haber adquirido esa condición en sociedades con esperanza de vida muy bajas, o bien por ser depositario de saberes y experiencias útiles, cuando parte del conocimiento se transmitía de forma oral.
Hoy, la figura del viejo sabio y paternal consejero, ha sido reemplazada por la del joven gurú, emprendedor de éxito, de atuendo casual, capaz de generar millones de beneficios y de anticipar, crear y manipular los usos tecnológicos del presente y del futuro inmediato. Ellos son ahora los dueños de la información y del conocimiento.
Bajo esta asunción, la sociedad ha alcanzado cotas extremas de positivismo: lo que no se puede ver o tocar no existe, aquello que no tiene un uso específico e inmediato es desechado. El cortoplacismo y el pragmatismo han erosionado el culto a los valores más esenciales y atávicos del ser humano. Se idolatra la juventud y la belleza, obviando lo efímero de ambos conceptos, en consecuencia, hay cierto recato o aversión a lo espiritual. Con cierta frecuencia llamamos sociedad laica a lo que realmente es sociedad tecnologizada.
Esta actitud inflexible es aplicable a cualquier campo de la vida o del conocimiento. En ciencia, por ejemplo, existe una tendencia innegable a discriminar todo aquello que no se ajuste al dogma vigente, a querer extirpar del intelecto colectivo toda corriente de ideas que guarde algún vínculo, aun residual, con materia espiritual o religiosa alguna, fundamentalmente.
El dogmatismo científico no es nuevo y, cuando se ha puesto de manifiesto, ha supuesto un verdadero obstáculo al desarrollo de las ideas.
La ciencia es, sin duda, uno de los patrimonios más valiosos del hombre moderno, y obedece a un método, pero, sin llegar al anarquismo epistemológico, no puede ser despojada de una constante revisión crítica y procedimental.
El periodo comprendido entre mediados del siglo XIX y principios del XX fue extraordinariamente prolífico. Grandes personajes mantuvieron intensos debates dando lugar a una de la etapas de la historia más fértiles en el ámbito científico e intelectual.
Se sentaron las bases teóricas que sirven de armazón al inmenso desarrollo tecnológico actual.
Una de las corrientes de pensamiento que sufrió el embate del dogmatismo científico de la época fue el atomismo, que postulaba que toda materia está formada por diminutas e indivisibles partículas llamadas átomos. Esta hipótesis daba explicaciones satisfactorias a fenómenos macroscópicos que bajo el paraguas de la física clásica carecían de una respuesta eficaz. La idea ya la habían sugerido, en un plano básicamente especulativo, antiguos filósofos griegos como Demócrito o Leucipo, pero ahora la demostración de su existencia estaba al alcance de la tecnología.
Cuando científicos como el austríaco Boltzmann, entre otros, defendieron la hipótesis atomista fueron vehementemente criticados por la corriente de pensamiento mayoritaria en aquella época: el positivismo científico, que concibe como única fuente de conocimiento válido solo aquello que pueda ser percibido por los sentidos, por tanto, consideraban la idea atómica algo metafísico, indiciario y carente de pruebas empíricas concluyentes.
Hoy sabemos que la composición atómica –y subatómica– de la materia es una realidad más que demostrada. Para aquellos opositores cientificistas no era más que un pensamiento ilusorio, casi una superchería y como tal había que doblegarla. De hecho, cuando el joven Max Planck expresó su deseo de dedicarse a la Física, un profesor le objetó que desperdiciaría el tiempo, que en física lo fundamental estaba ya descubierto. Esta opinión era compartida por muchos científicos de la época.
La soberbia espiritual o intelectual crea planos de intolerancia. Miremos al pasado con más frecuencia como forma de entender el presente, empaticemos con aquellos a los que creemos equivocados y auxiliemos al desamparado sin balances consecuencialistas.
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