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Y será nuestra culpa

Cabía esperar esta cosa en los animalistas estrictos, que ante el dilema entre su madre y su perro, siempre eligieron a su perro, pero el odio autoinmune está floreciendo en los alcorques menos esperados

Chapu Apaolaza

Granada

Jueves, 16 de abril 2020, 23:06

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Desde que en los parques apuntaron al ERTE a los niños con bocata, en casa servimos comida a los gorriones. En ese altar de alpiste ... se posan a llenar el buche las colleras de tórtolas del color del verano, los verderones y otros pájaros del hambre. Mientras escribo esta columna, bajo el aguacero, un mirlo pisa a su pájara en celo. Magnífico Margarito ha visto un corzo que recorre la ciudad mirando desafiante plazas de toros y gasolineras. Es bella la vida cuando se abre paso, pero el verdadero espectáculo consiste en escuchar cómo algunos celebran que la vida se abre paso al fin. Como si lo que hubiera antes –el coche, el repartidor, la anciana y el chaval del patinete– no fueran vida, pero el corzo, sí. Alrededor del Covid se está desplegando un catálogo de miserias, pero una de las de más adorno es esta de la gente que se alegra de lo que nos pasa. Los del animalismo, por ejemplo, entienden que hay justicia en que los jabalíes miren los escaparates frente a los que se paraban las abuelas del Palacio del Hielo. Este espacio era del animal y que se lo arrebatamos los hombres. Así dejan caer que está bien que desaparezcamos de las calles, aunque sea muriendo, aunque sea confinados en el bajo de Argüelles donde el Tito Enrique, Nieto y Juan de Dios pasan las noches bebiendo latas de Mahou y llorando a las cartas. Se supone que nuestra desaparición es ejemplar; quizás incluso debiéramos morir más, por qué no. Esto lo dijo muy bien el Pacma cuando en un tuit celebró el paraíso animal en el que se había convertido el área de Chernobyl en estos 30 años sin seres humanos.

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