No sé exactamente cuándo ocurrió lo que les voy a contar. Lo que sé es que hace muchos, muchos, muchos años una mujer le dijo ... a su hombre (por aquel entonces no existía el matrimonio), que estaba preñada. El hombre abrió los ojos sorprendido y le comentó que cómo podía ser aquello si eran una pareja rara que no tenían relaciones sexuales; que haber si se había quedado preñada por ciencia infusa, le dijo, aunque tampoco sabía bien qué era eso de la ciencia infusa que había oído por ahí. La mujer le respondió que qué más daba, que no se quedase con la anécdota sino con lo verdaderamente importante y lo verdaderamente importante era que iban a tener un nene, algo que llevaban deseando mucho tiempo pero que, lógicamente, no llegaba. Pues es verdad, dijo el hombre. Así fue que el niño nació. Un niño que estaba bien atendido y que creció como crecen el resto de niños con el cariño de sus padres, sobre todo el de su madre que lo atendía y lo mimaba todo el tiempo menos cuando se peinaba el pelo con un peine que tenía de plata fina mientras miraba cómo beben y beben y vuelven a beber los peces en el río.
Por aquel entonces la gente comenzó a enfermar y a morir y no sabían la causa que provocaba tal tragedia. Llegaron a la conclusión de que era un bicho que se metía por nariz y boca y que pasaba de unos a otros con mucha rapidez. Los gobernantes no sabían qué hacer y se enfrentaban en discusiones que no llevaban a ninguna parte mientras la enfermedad seguía extendiéndose. Todos culpaban al Dirigente principal de falta de liderazgo y de no hacer nada. Incluso otro dirigente le espetó un día, así un poco como con mala educación, que qué coño tenía que pasar para que tomara medidas. Así pues el Dirigente decidió tomar medidas e hizo caso a otros dirigentes (estos eran de menor rango, por eso van en minúscula), que le habían pedido que fuese obligatorio que los ciudadanos se taparan nariz y boca en todo momento para evitar la propagación de la enfermedad. De esta manera, el Dirigente (el principal, por eso va en mayúscula) hizo caso a los otros dirigentes y decretó que era obligatorio cubrirse boca y nariz tanto dentro como fuera de casa. ¡¡Para qué queremos más!! Los otros dirigentes le acusaron de falta de contundencia y de no tener ideas y de que nunca tomaba medidas; vamos que era más o menos un patán que no hacía nada por salvar al pueblo de la enfermedad y que para aquél viaje no hacían falta alforjas. El Dirigente principal se mosqueó y coincidiendo con las fiestas de invierno dijo que hasta aquí habíamos llegado y decretó que fueran los dirigentes quienes adoptaran las medidas que creyeran oportunas en su ámbito de influencia. Y así lo hicieron quitándose de en medio y obligando a su vez a otros dirigentes aún de menos rango que ellos quienes controlaran las fiestas.
Mientras esto pasaba el joven fue creciendo y se hizo pescador, si bien nadie sabe si pescaba mucho o poco e, incluso, qué era lo que pescaba. Tenía ya 33 años y estaba harto de tener que tomarse tres veces al año una dosis de un compuesto de hierbas que eran eficaces para frenar la enfermedad. El hombre se había metido ya 99 dosis en toda su vida y la propagación de la enfermedad continuaba. Así las cosas, dijo que ya estaba harto y que no se tomaba ni una más. Dijo también que el abuso de esas dosis de hierbas podía hacer que te saliese una tercera oreja. Se rodeó de un montón de seguidores que pensaban lo mismo y una noche quedó a cenar con doce amigos que, a su vez, integraban el núcleo duro del colectivo antidosis. Pero uno de ellos se chivó a la policía de que iban a cenar sin cubrirse nariz y boca a cambio de un puñado de monedas que no le iban a sacar de pobre, pero al menos ayudarían a pagar la leña que utilizaba para cocinar y calentarse y que día a día se iba encareciendo cada vez más. Allí estaban cenando todos cuando la policía dio una patada a la puerta y esta cayó y…
-Marido, despierta que llevas una hora de siesta y te esperan los platos para que los friegues. Para mí que tanto vino en la comida te ha sentado fatal.
-Zzzzzzz, voy.
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