Cuento de Navidad
Olivos suicidas ·
ernesto medina rincón
Miércoles, 18 de diciembre 2019, 20:54
Con permiso de Charles Dickens y con la advertencia para el lector de que carece de espíritu navideño.
Schez se acostó la víspera de Navidad ... ignorante de que era un trasunto de Scrooge, el protagonista del relato del novelista inglés. Había cenado en el palacio con aquel rey del que era la mano derecha. Había fingido la mejor de sus sonrisas falsas mientras escuchaba las palabras con las que el monarca felicitaba las Navidades a los habitantes del reino. Fue, por supuesto, el primero en levantar su copa para brindar por la prosperidad de las tierras Hespérides. Tuvo tiempo en el transcurso de mojarse los labios de pensar que era injusto que el rey fuera más alto que él. Se consideraba más inteligente y más apuesto, «¿no es cierto que soy el más capaz?», solía preguntarles a sus ministriles, quienes asentían para no perder el lugar junto al fuego. No entendía por qué no lo había llevado en volandas al Salón del Trono para ser el gobernante absoluto de aquel país tal y como le había predicho un hechicero una mañana de eclipse solar, «tienes el don de la resiliencia, pero habrás de cuidar que los otros demonios familiares no marchiten tu rosa». Insatisfecho con la enigmática respuesta había despedido al brujo, al que no le pagó los emolumentos acordados. No obtuvo más reproche que otro enigma, «o el alfil de la vanidad o el caballo de la soberbia darán jaque al rey que ha perdido los peones de la humildad y la prudencia».
A los postres se disculpó con la excusa de que tenía que despachar asuntos de estado a la mañana siguiente, «mi fiel servidor, ¿tus desvelos por la Nación no alcanzan reposo ni siquiera el día de Navidad?». «Majestad, el bien del pueblo nos exige».
Tenía que partir al alba hacia las fronteras septentrionales para acordar la traición. Antes habría pasado por las mazmorras del Castillo Condal para averiguar si los nobles levantiscos, derrotados y condenados, se avendrían a apoyarlo. El poder, el poder, todo el poder. Ésa era su obsesión como la avaricia consumía a Ebenezer Scrooge, a quien en sus sueños lo visitaron tres fantasmas, los de las Navidades pasadas, presentes y futuras.
Tan pronto como se hubo dormido se le aparecieron antiguos gobernantes guerreros y canosos que sin mucho empeño lo apremiaron a respetar la patria. Se despertó sudoroso olvidado de la pesadilla, seguro de que el vino y el guiso de lechón con azafrán y castañas le habían procurado un letargo espeso. Nuevamente amodorrado acudieron los fantasmas de la actualidad. Susurraban en ambos oídos, el diestro y el siniestro, más por componer la figura que porque tuvieran la convicción de que el país merecía su sacrificio personal o político. Tan livianos fueron los reproches de los espectros que no llegó a despertarse. El último espíritu, el del futuro, tardó en comparecer. Fue entretejiendo una pesadilla de niebla gris a través de la cual veíanse campos sin cosechas, muros derruidos. Por los caminos deambulaban familias entre harapos arrastrando sillas con sacos de patatas podridas. A lejos se oían los cascos de un caballo, montura de un jinete que cabalgaba brioso hacia palacio. Al que cuando hubo llegado se encontró con el puente levadizo bajado, sin guardias en las puertas, con las torres comidas por la mandrágora y adelfas de flores negras. El caballero alzó la celada para comprobar que era rey de un reino que ya no existía. Había conseguido el poder sin nadie sobre quien mandar. En el cristal roto de una ventana que batía golpeada por el viento se reconoció a sí mismo y sucedió que…
Si Schez hubiera sido Scrooge el cuento tendría final feliz, arrepentido el protagonista de sus vicios. Pero justo es reconocer que la culpa no es sólo del avaro ávido vanidoso. Para qué vamos a engañarnos: tampoco yo soy Charles Dickens.
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