El portal hace un codo, así que al escuchar que alguien ha entrado detrás de ti te da tiempo a preparar una frase con la ... que distraer la espera y el eventual viaje en común en ese ascensor que nunca llega, el mamón, que si hubiese estado aquí, en la planta baja, te habría permitido entrar en él sigiloso como un gato y pulsar el quinto sin tener que compartir el viaje con ese vecino cuyos pasos escuchas ya a tu espalda.
La pandemia suprimió ese trance y le alegró la vida a aquellos que le temen al trámite del ascensor más que a una vara verde. Durante dos años, nadie osaba subirse en un ascensor con alguien que no fuese conviviente. No es que fuese una norma de cortesía, era pura supervivencia lo que obligaba a esperar el siguiente viaje por mucha prisa que uno llevara. Ahora, la prueba fehaciente de que la pandemia ha sido derrotada no es ninguna declaración solemne del presidente del Gobierno sino la naturalidad con la que entramos en los ascensores con miembros de hasta tres y cuatro unidades familiares diferentes. Y sin mover un músculo ni ahorrar una tos.
Hace unos meses aún pedíamos permiso, o incluso cuando íbamos de mano, al entrar en el habitáculo invitábamos al vecino a acompañarnos, invadidos por un sentimiento de magnanimidad equivalente al de los emperadores romanos con su pulgar hacia arriba. «Volveremos a abrazarnos», fue una de las frases melosas con las que nos dimos ánimos en aquellos meses terribles. «Volveremos a ir juntos en el ascensor sin nada que decirnos, deseando llegar al quinto». Esa frase nunca la escuché por la tele pero no por eso dejó de ser premonitoria de la normalidad tan ansiada como imperfecta de que ahora disfrutamos.
Pero regresemos al portal y a ese vecino que se mira las puntas de los zapatos mientras espera un ascensor que, sin tremendismos, está al caer. ¿Qué diré cuando nos encerremos los dos en esa caja metálica sostenida por cables que solo sabe moverse en sentido vertical? ¿El calor este que no se va? Demasiado obvio. ¿Le pregunto por la familia? Se va a notar que me importa un pimiento. ¿Rajo del presidente de la comunidad? Tampoco. No sé de qué palo va este vecino.
Entonces se produce el milagro. Me viene a la cabeza lo que dijo el jueves un alto cargo del Ministerio de Transportes sobre el tren a la costa. Una de esas frases imbatibles, infalibles como el papa, esculpidas en piedra, inatacables, que valen para un roto y para un descosido. «Vecino, ¿sabes por qué nunca habrá tren a Motril? Porque es un proyecto ex-tre-ma-da-men-te com-ple-jo». Y ahí lo dejé, planchado, roto, cubierto de mierda.
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