Cuentan mis padres que hicieron la Primera Comunión cuando hubo acabado la Guerra Civil. Ni las familias ni España -por muy nacional-católico que pretendieran ... el país- estaban para festejos por lo que la celebración consistió en que a los zagales les dieron después de la misa un ochío y una onza de chocolate. Lo cual fue todo un lujo dadas las penurias de la postguerra por más que el dulce tuviera poca azúcar y el chocolate semejara arena pintado con betún. Es posible que desvestido de pompa y circunstancia el sacramento adquiriese su auténtico valor religioso.
Las comuniones han vuelto tras un año de epidemia y abstinencia con bríos recobrados. Con sus múltiples contradicciones y excesos. Para convertirlas en un acto social de reafirmación de los progenitores donde el principio religioso queda relegado. Lo primordial es encontrar restaurante con menús que en el mejor de los casos no bajan de los sesenta euros. La fiesta se completa con la contratación de artistas de variado pelaje que amenicen las horas de alcohol. La madre, aunque haya militado en el feminismo, se desvive por ver a su hija vestida de princesa en un trasunto de novia de blanco ante el altar. El padre, antimilitarista, no objeta a que su hijo desfile con el grado de capitán de corbeta. Se recurre a fotógrafos para que perpetúen a los infantes como si estuvieran preparando su presentación para modelos profesionales. En lugares insólitos. Con el atrezo más inesperado. En alguna esquina de una de las muchas instantáneas quizá se adivine un crucifijo o un rosario. Es lo que corresponde cuando la religión es mero pretexto.
¿Tiene responsabilidad la Iglesia? Obviamente. Debería considerar si añadir fieles a la grey a cualquier precio es la fórmula para mantener la llama de la fe extendida por el orbe. Dudo mucho que con diez años los niños sean conscientes de lo que supone el sacramento de la comunión y sus implicaciones teológicas. Pero se mira para otro lado cuando tampoco se asegura de que las creencias de los padres son firmes y no un trampantojo de circunstancias. Matrimonios que la última vez que pasaron por el templo fue con ocasión de su boda, otra convención de la que oficiantes y postulantes salen beneficiados. Se mantiene, aun cuando el fraude es conocido, el espectáculo.
Es el español un católico de bautizo, comunión, boda y entierro. El resto de sus días transita sin que le moleste la religión, pero sin que le suponga ninguna obligación. Ni tan siquiera la misa dominical. A lo sumo se acuerda por tradición y en momentos de necesidad del santo de su pueblo, o del Cristo o la Virgen del que se proclama ¡¿devoto?! en una manifestación mucho más próxima a la idolatría que a la fe.
Ignoro si la felicidad de un niño que estrena la última camiseta de su equipo o se distrae en el último modelo de playstation justifica esta subversión de valores. Empero, así ha sido y me temo que seguirá siendo.
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