Dice García Márquez que el amor es tan importante como la comida, pero no alimenta. En España hablamos del amor, pero mucho también de la ... comida -del pan como metonimia de las necesidades por cubrir- y la comida ha sido también un recurso frecuente y natural en el cine porque, según el guionista Rafael Azcona, en España la gente ha pasado mucha hambre; así fueron los años terribles de la postguerra con las cartillas de racionamiento, cuando comer lo necesario era un lujo que no se podían permitir muchas personas, aunque trabajaran de sol a sol. A final de los años cincuenta y en la década de los sesenta del siglo pasado, la situación era distinta, pero recuerdo retazos de conversaciones que escuchaba en mi infancia a gente mayor y la principal preocupación seguía siendo poder desayunar, almorzar y cenar cada vez mejor –la merienda de pan y chocolate no contaba– y tener comida abundante en la despensa. Por cierto, el candidato a la presidencia de Brasil, Lula da Silva, dice que quiere volver para que el pueblo pueda comer tres veces al día, algo que fue prioridad de su gobierno y lo consiguió, hasta que la política neoliberal a partir de dos mil quince, con la destitución de Dilma Roussef, sumió de nuevo al país en la pobreza y el hambre.
«Con pan y vino se anda el camino», dice el dicho popular y esa necesidad vital de alimentarnos para vivir debe ser un derecho garantizado a todas las personas; para eso sirve la democracia, como decía un cartel del PCE en las elecciones generales de mil novecientos setenta y nueve: «Mete la democracia en la cesta de la compra. Pon tu voto a trabajar». Ya sé que vivimos en un sistema capitalista, en una sociedad de mercado donde todo se puede comprar y vender a condición, claro está, de tener dinero para hacerlo. Pero la Constitución Española dice que el nuestro es un estado social y democrático de derecho -algo que olvidan con mucha frecuencia quienes invocan el texto constitucional con otros fines- y, por lo tanto, el Estado debe remover todos los obstáculos para garantizar una vida digna a todas las personas, igual que una familia debe procurar el bien de todos sus miembros.
Algunas campañas en televisión sobre la pobreza infantil nos rompen el alma: una madre intenta convencer a su hija de que es mágico el bocadillo de pan con pan y otra tiene que elegir entre pagar el alquiler o comprar la comida que sus hijos esperan; las oenegés y los distintos organismos internacionales hacen una buena labor en fomentar la solidaridad para combatir la pobreza y para que seamos conscientes de que comer -y comer adecuadamente- es un derecho que, a estas alturas del siglo XXI, no pueden ejercer muchas personas, unas porque están desempleadas, otras porque tienen pensiones de miseria y otras, porque su sueldo no les alcanza; cuando asistimos, además, a la subida de los precios en los últimos meses, la situación es aún peor y, por eso, me parece muy acertada la propuesta de Yolanda Díaz de llegar a un acuerdo con las grandes distribuidoras del sector, para que los productos básicos de alimentación estén al alcance de todos los bolsillos.
Ya sé que muchos han puesto el grito en el cielo en aras de la libertad y el libre comercio, pero habría que ponerlo, más bien, cuando una madre se ve obligada a elegir entre pagar el alquiler de la vivienda o dar de comer a sus hijos; esos niños tienen derecho a vivir en una casa confortable y a cenar todas las noches y el Estado tiene que velar porque sea así, porque los supermercados están llenos de comida y las grandes empresas de alimentación siguen acumulando beneficios. Democracia para vivir en libertad, para tener derechos de ciudadanía y también para comer: meter la democracia en la cesta de la compra, como en el cartel del PCE.
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