Una supuesta superioridad moral totalitaria
César Girón
Miércoles, 29 de octubre 2025, 23:56
Hay una izquierda que muchos ya no reconocemos ni en las peores pesadillas. Una facción que se proclama guardiana única de la virtud pública, acreditada ... ante sí misma como árbitro moral de la nación y la sociedad, convertida en comisariado ideológico dispuesto a arrasar con cualquiera que disienta. Sus integrantes no discuten, sentencian. No debaten, ajustician. Y su herramienta favorita es ese patíbulo global llamado red social, donde el odio se exhibe como si fuera justicia poética.
Resulta inquietante observar cómo, quienes claman día y noche contra los delitos de odio, se entregan con pasión a perpetrarlos cuando alguien osa romper el guión. La paradoja se transforma en farsa sombría. Se invoca el progresismo mientras se actúa como en las purgas más dogmáticas.
En estos días, les ha tocado el turno a dos figuras cuya relación es imposible en cualquier relato racional, salvo en este circo contemporáneo donde el enemigo se elige por capricho e interés político. Y se desencadenó el linchamiento.
David Alandete, periodista acreditado ante la Casa Blanca, preguntó en dos ocasiones al presidente Trump sobre unas hipotéticas sanciones a España por su contribución insuficiente a la OTAN. Nada más. Un periodista haciendo periodismo. Cumpliendo su deber frente al poder.
Sin embargo, de inmediato, el ministro Óscar Puente, ese gladiador tuitero con cartera de Estado, le señaló como traidor antipatriótico. Y, acto seguido, como si se tratara de una orden de ataque, las terminales digitales sembraron la red de improperios. De nuevo el viejo truco: si preguntas lo incómodo, eres enemigo del pueblo. Si informas lo que no conviene, conspirador. Se persigue al mensajero para no afrontar el mensaje. Está claro que no quieren el escrutinio público, ni que la prensa con su misión.
Otro caso, más grotesco aún, es el del teniente coronel Antonio Tejero Molina. La figura del 23F encarna uno de los capítulos más vergonzosos de nuestra historia democrática. Su delito no puede ni debe olvidarse. Sin embargo, hasta el más duro de los códigos éticos reconoce un mínimo de humanidad: no se juega al tiro al blanco con quien agoniza. La muerte inminente no limpia culpas, pero exige un respeto que esta jauría digital desconoce.
Curiosa coherencia la suya, la de estos autoerigidos en censores e inquisidores, que por cierto justifican al prófugo Puigdemont, que huyó para no responder ante la justicia española, se rasgan las vestiduras por la existencia de Tejero que agoniza en una cama de hospital. Para unos, la rebelión es heroicidad; para otros, la enfermedad es espectáculo. En ambos casos, la vara de medir se ajusta a conveniencia de la trinchera. He recordado las palabras de Blade Ranner «he visto cosas que vosotros no creeríais...» del famoso monólogo del personaje Roy Batty en la película, cuando he leído los comentarios que se hacen en los foros públicos de esta pretendida izquierda y he experimentado una sensación de pena, vergüenza e indignación que muy pocas veces he sentido.
Lo que estos moralistas de pantalla despliegan no es compromiso político. Es venganza ideológica. Es la certeza peligrosa de sentirse mejor que el resto. Una supremacía ética que huele a naftalina stalinista, a autoritarismo de nuevo cuño, con etiquetas de colores pero las mismas herramientas represivas: señalamiento, deshumanización y linchamiento público.
La libertad de expresión se convierte en privilegio exclusivo para los suyos. El pluralismo, en herejía. La democracia, en decorado útil mientras piensen todos igual.
La izquierda seria, histórica, humana, que construyó derechos y amplió libertades se avergonzaría de este espejismo rabioso que se apropia de su nombre. No hay progreso donde gobierna el odio. No hay justicia cuando se criminaliza al discrepante. No hay ética cuando se exige silencio al otro para poder gritar más fuerte.
Quizá lo urgente sea recordarlo: la democracia se debilita tanto por los enemigos declarados como por los falsos defensores que la usan de escudo para imponer dogmas. Quien pide cárcel o desaparición social para el que piensa distinto no es progresista ni conservador, simplemente es intolerante.
El verdadero peligro para un país no son las preguntas de un periodista ni el último aliento de un anciano que cometió un crimen histórico. El verdadero peligro es acostumbrarse a que el linchamiento sustituya al razonamiento, a que la superioridad moral justifique cualquier atropello y que se convierta en totalitarismo.
La libertad, al final, no muere entre vítores. Muere cuando callan los que deberían hablar y gritan los que creen poseer la verdad absoluta. Y en silencio se firma la sentencia de muerte de la concordia y de la democracia.
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