Michel de Montaigne decide un día bajar definitivamente la persiana de su 'negocio' e irse a las alturas de su castillo para aislarse como águila ... que observa el vuelo de aves menos robustas o el transitar de animales sin posibilidad de volar. Allí se fragua el tesoro de sus 'Ensayos' que alimentan inteligencias, despejan dudas y fomentan seguridades. En estos días que proliferan los cierres por vacaciones, acortadas en familias que ven cómo su flotador se desinfla y sus fuerzas decaen, se precisan potentes reconstituyentes morales con el fin de mantener «la obediencia y el acatamiento debidos a la autoridad», pues la «estima y el afecto son para la virtud», según Montaigne. Si sobrevolásemos paisajes de la historia y contemplásemos sus turbulencias y desastres, sería oportuno analizar esta frase de la investigadora Marie Curie: «No hay que temer nada en la vida, solo hay que entenderlo». Entenderlo sí. ¿Y soportarlo? No es un reto cómodo cuando la decepción se agarra cual lapa a nuestras vidas, aunque optimistas blindados no lo adviertan. En ocasiones, una peculiar sordera impide percibir torrentes de ruidos y silencios cómplices e inquietantes en la orquesta social, deficiente por la calidad de los instrumentos y su afinación. No extraña que proliferen carteles de esta guisa: 'cerrado por dignidad', 'cerrado por cobardía', 'por pobreza', 'por paro', 'por traición', 'por desesperación'…
Son muchos los carteles que en función de la personal, social, empresarial o política cuenta de resultados se exhiben en la puerta de nuestro 'negocio': 'cerrado por realización', 'por vacaciones', 'por desencanto', 'por aburrimiento', 'por cansancio', 'por inflación', 'por derribo', 'por ampliación del local', 'por victorias robadas', 'por expansión de conciencia', sin olvidar el clásico: «Hoy no estoy; vuelvo en unos días, cerramos para volver con energía». En unos lugares se cierra por un merecido descanso. Aunque conviene recordar que el pensamiento no descansa; nunca está de rebajas y menos de vacaciones.
Dicen que nos asaltan en torno a 60.000 pensamientos al día –'pensamientos basura' incluídos–. Pensar es asunto vital, emulación del filosofar. ¿Pero qué es filosofar? Según Montaigne: «Aprender a morir». Para Spinoza: «Aprender a vivir». Las cumbres del pensamiento son privilegio de águilas de la inteligencia pese a que la palabra 'filosofía' se aplique frívolamente a todo. Por cierto, en el 'Estupidario filosófico' hay ejemplos de matrícula como éste de Voltaire: «¡Oh Platón, tan admirado! No has contado más que fábulas». Sin embargo existen pensamientos-dardos que nos inquietan. Léase éste de Montaigne: «Guárdeme bien, si puedo, de que mi muerte diga algo que no haya dicho antes mi vida».
Sabemos que la vida es un teatro de lujo o de modesto barrio en el que la mayoría de nosotros anhelamos entrar en escena, aceptando que nos controle el apuntador de turno, y representar grandezas que nunca serán grandes. Codiciamos proscenios, ser 'influyentes' (¿por qué 'influencer'?), sin estar preparados para el déficit de la taquilla, los silbidos, los gritos del pensamiento o el silencio que acaban apareciendo, según nos recuerda la insobornable memoria rubricada por testimonios veraces. Por supuesto que hay teatros de la intemperie cuya programación se rige por la 'Resistencia íntima' (Josep Maria Esquirol), alejada de exhibicionismos, reacia a 'diarios' de ensoñaciones, recelosa de teorías de alto pensamiento y aliada de actitudes razonadas y razonables, cercana a las sentencias fáciles de comprender, con aspiraciones de comportamiento ejemplar, sin vigilancias. Tal vez conformándose con una luminosa 'oscuridad' posibilitando así otra claridad. Y ante todo «sin intentar aprovecharse de la ignorancia ajena» (Cicerón).
El comercio está cambiando a gran velocidad; el pudor se ha desnudado, al mismo tiempo que se nos permite mirar sin mirar en una pequeña-gran babel aupada por anglicismos, tecnicismos, presionada por medios de influencia que repentinamente invaden espacios y jardines privados, al igual que las aguas de una presa reventada… Evidentemente existen verdaderos deseos de renovar el mundo, fortalecer la libertad, redimir palabras, domeñar desaforados gritos y defender el complejo silencio de la ejemplaridad. Pero todos concluimos nuestra función vital (teatral) con el mismo cartel en forma de lápida: «Cerrado para siempre».
Somos comerciantes: unos, dueños de emporios; otros, de grandes cadenas de superficies; los menos, de prestigiosos comercios por firma, antigüedad u oportunidad, y el resto, los más, de una modesta tienda de la que 'vivimos'. Por las calles, el guiño de un boleto nos invita a confiar en un bombo que decide suertes de bienestar y riqueza, mientras pensamientos contradictorios nos generan fuerte dolor de cabeza e «inseguridad de nuestro juicio» (Montaigne). Dijo el ensayista y profesor Alain (Émile-Auguste Chartier) que «aprender a no pensar es una parte, y no la menor, del arte de pensar». En este reto importa «no 'qué' pensar, sino 'cómo' pensar». Será la mejor ayuda a la hora de decidir nuestros 'cierres'. El citado intelectual, interesado por las «doctrinas radicales» y los «poderes y propósitos políticos», afirmaba que «la democracia traería la muerte del entusiasmo». Naturalmente una democracia ayuna de «instantes de iluminación» (María Zambrano) que sustituyen el 'dominio' por la 'ética' y son partidarios de oídos muy abiertos y bocas muy cerradas. Porque la imposición por las bravas es ausencia de posición, es antidemocracia. Dicho de otro modo: liberticidio. Quizás por ello, innumerables puertas de domicilios particulares, sin fuerzas en sus goznes, muestran este cartel bajo el aldabón: «Cerrado por falta de entusiasmo».
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