La borriquilla
La Semana Santa de todos los tiempos comenzó con esta imagen sencilla: el Señor a lomos del borrico, el de los trabajos campesinos, el que sirve para portar orzas de agua o fardos de trigo, el más común de los dóciles y el más modesto de los animales domésticos
Si el tiempo no lo impide, la Borriquilla procesiona hoy por las calles de Granada. Niños vestidos de hebreos con palmas y ramas de olivo ... acompañan a esa imagen sencilla que escenifica la llegada a las puertas de Jerusalén de un rey que, para los cristianos era, es y será el mismísimo Hijo de Dios. «Trajeron la borrica y el pollino, echaron encima sus mantos y Jesús se montó».
Aunque lo decisivo sea lo que describe la biblia sobre aquella llegada a la ciudad santa y sobre la Pasión y Resurrección que llegarían después, hoy me conmueve la escena del hijo de Dios a lomos de un asno.
Resulta que el esperado rey de reyes, descendiente de una estirpe sagrada como la del rey David, el primogénito del Mesías aparece sin mantos ni carrozas, sin medallas, espadas ni cetros y, en lugar de cabalgar triunfante sobre la esbelta silueta de un caballo, se sube al asno, un asno prestado, para cabalgar despacio y mansamente hacia la cruz.
Si la monarquía siempre ha estado revestida de honores, distinciones y oropeles, más especialmente en aquellos siglos primeros, la imagen de aquel rey debió resultar insólita o descorazonadora para unos cuantos. En vez de abrirse entre luces, descender de las nubes o hacer una entrada majestuosa en trono celestial, escoge un animal de briega para mostrar su grandeza humilde y se abre paso por los caminos polvorientos de tierra.
La Semana Santa de todos los tiempos comenzó con esta imagen sencilla: el Señor a lomos del borrico, el de los trabajos campesinos, el que sirve para portar orzas de agua o fardos de trigo, el más común de los dóciles y el más modesto de los animales domésticos.
La Borriquilla, las muchas borriquillas que procesionan este domingo de ramos en tantas ciudades andaluzas y de toda la geografía, nos recuerdan que la humildad es el valor primero.
Frente a la soberbia que llena de artificios nuestro yo colocándolo en lugar destacado, la humildad echa abajo la importancia propia, se vacía de colorines que deslumbren o atraigan la atención y se centra en lo esencial y auténtico: «Nada hagáis por vanagloria; antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo».
Por eso, el esperado mesías no instaura un reinado de boato o esplendor; no quiso destacar por encima de nadie: «Es necesario que él crezca y que yo mengüe», no tuvo afán de reconocimiento ni procuró poder para sí. «No seáis arrogantes sino solidarios con los humildes»; «¡Ay de los sabios a sus propios ojos e inteligentes ante sí mismos!».
Vino a servir y a redimir y por eso tal vez, su llegada fue a lomos de un animal de servicio. «Ni aún el Hijo del hombre vino para que le sirvan sino para servir y dar su vida en rescate por muchos».
Todavía en este siglo veintiuno o especialmente en él, conmueve el pollino en su escueta sencillez cotidiana. Que a él se suba el mismo Dios, a un animal de carga, parece un modo directo de presentar su reinado. Se adentró en Jerusalén para cambiar las cosas: el altivo será humillado, el humilde, enaltecido.
Frente a estos tiempos soberbios de hinchazón hueca, la humildad se me antoja una estimación correcta de uno mismo porque nada somos por nosotros mismos si lo pensamos bien. Por eso, aquel pollino de aquel domingo de ramos desenmascara también nuestra enorme vulnerabilidad: «(…) el hombre, en su vanagloria, no permanecerá; es como las bestias que perecen».
Con el borrico delante y Dios avanzando sobre él camino hacia su calvario, no cabe más ruido hueco ni vanagloria o gloria vana: «Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos».
Por ello, la humildad serena y confiada debiera ser nuestro santo y seña, «(…) cuando des a los necesitados, no lo anuncies al son de trompeta como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles para que la gente les rinda homenaje (…)».
El asno de aquel Domingo de Ramos primero reduce hasta el absurdo la inmodestia y la arrogancia que tanto nos caracteriza. Porque cada cual a su modo y su manera se sube al mejor corcel para ser visto u oído y para ser aclamado…
Queremos que nos admiren por nuestra eminencia ilustre o nuestro meritorio talento; acaparamos flashes, rebajamos a otros para enaltecernos; pedimos que aplaudan nuestras pequeñas gestas, atiendan nuestra heroicidad, elogien nuestra belleza, subrayen nuestra cualidad. Buscamos de mil modos el lugar de honor, el premio de la buena fama.
Andamos repletos de intereses propios, nos ponemos en lugar primero, rivalizamos y acabamos fatigados de amor propio: «¿Cómo se atreve a hablarme de esta manera?», «¿quién se ha creído que es?» Y hasta llegamos a contaminar nuestro corazón de falsas humildades que no son sino formas de soberbia disfrazada, como los fariseos: «Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás». Ostentación de virtudes al fin, que es inmodestia obscena «Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha».
Esto es así: a todos nos acaban resonando las cadenas, nos encantan las medallas, nos subimos al corcel, al mejor y más adornado: de este modo queremos adentrarnos en Jerusalén pero no sobre un pollino.
Mientras andamos cabalgando nuestros particulares corceles, el asno sigue recto su camino, confiado, sometido a la voluntad humilde de un nazareno que avanza resuelto hacia la crucifixión. El rey que liberará al pueblo oprimido se abre paso sereno, sin sones de guerra, toque de trompetas ni espadas. Su reinado, ese reino nuevo que está aquí cada día, arranca pacífico y humilde a las puertas de Jerusalén. No fue entrada triunfal ni instauró un reino de poder.
Subido al asno, así es como el Señor se adentra en la Pasión.
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