Blanca
Puerta Real ·
Fue una pionera, una inspiración, un referente para las mujeres que también con mucho talento la siguieron en generaciones posteriores (María José Rienda, Carolina Marín y tantas otras…) verificando que el deporte español también se escribe en femeninoRemedios Sánchez
Lunes, 9 de septiembre 2019, 00:39
Tiene la montaña una luz purísima y un corazón de plata, el verdor último y el frío que principia en estos días que pasan. Y ... ahora, cuando el otoño viene llamando a la puerta con su llanto de niño recién nacido, con ese atisbo de lluvia que da vida y que se la lleva, se ha quedado para siempre con Blanca Fernández Ochoa, que era risa, nieve y un orgullo para el deporte español.
Pero sucede que en España nos olvidamos pronto de los héroes, las gestas sólo se recuerdan cuando la luz nívea de la ausencia pone en funcionamiento la memoria para situar a aquellos que tuvieron la inocencia de hacernos ver que el sacrificio y la nobleza deportiva estaban al margen de las miserias cotidianas, de esa pobreza de alma de tanta gente que transita por las calles y despachos oficiales. Blanca fue un ejemplo de valía, de superación, de lucha y de generosidad surcando la nieve, sorteando las balizas a la velocidad del rayo en aquellas olimpiadas de Albertville, hace veintisiete años, que es como decir una eternidad. Aquel bronce supo a victoria, a prueba de fuego superada, a justicia y a verdad honda dibujada en las pupilas de una mujer que seguía riendo con la ingenuidad cristalina de una niña, que es como lo hacen las personas sin doblez, aquellas que tienen la creencia de que haciendo las cosas bien, los resultados tienen que estar a la altura.
Blanca fue una pionera, una inspiración, un referente para las mujeres que también con mucho talento la siguieron en generaciones posteriores (María José Rienda, Carolina Marín y tantas otras…) verificando que el deporte español también se escribe en femenino. Y la recuerdo, con su humildad por bandera, rodeada de periodistas, a hombros de las gentes sencillas con emoción desbordada, con el amor de una familia que tenía un líder en la inmensidad de su hermano mayor, Paquito, que era su pilar, su brújula y su guía.
Pero Paquito se fue con aquel cáncer terrible al que se enfrentó hasta el final, y Blanca, ya incorporada a esta vida civil donde no se premia casi nunca a los mejores, donde el esfuerzo tiene recompensa sólo a veces y donde el aire no siempre es respirable, fue lidiando con las circunstancias, con esa adversidad amarga que era un peso inmenso en el alma. Entonces llegó la angustia, el desengaño, esa soledad rodeada de un mar de gente, esa tristeza limpia y un sentimiento de incomprensión, de fractura interna. Hay demasiados casos: Luis Ocaña (ganador del Tour de Francia), el boxeador Urtain (campeón de Europa de pesos pesados), Yago Lamela (subcampeón mundial de longitud) o Jesús Rollán (medalla de oro de waterpolo) le ponen el nombre y el rostro a la infinita torpeza de no saber cuidar a quienes dieron tantas alegrías. Y ahora Blanca ha subido por una senda clara hasta la cima de esa montaña que dicen que amaba tanto y se nos ha ido buscando el silencio, acunada sólo por el murmullo de la brisa entre los árboles y, tal vez acaso, deslumbrada por estrellas fugaces que le guiaron el camino. Pero su marcha prematura es también la constatación de un fracaso, el nuestro. El de una sociedad que tiene la rara habilidad de destrozar ídolos como quien desgarra un papel de estraza con las manos sucias.
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