La Basílica de la Divina Sabiduría
En el teatro democrático de hoy en día, en cuya mesa se sirven verdades a la carta, tiene asiento principal la miopía
josé garcía román
Sábado, 8 de agosto 2020, 00:48
La Catedral de Santa Sofía o Basílica de la Divina Sabiduría, obra maestra de la arquitectura, «el templo más suntuoso de la cristiandad», primeramente fue ... catedral ortodoxa griega, después catedral católica, mezquita imperial, museo y hoy de nuevo mezquita.
Desde el siglo VII, la ciudad de Constantino era una obsesión de los musulmanes. La megalópolis, venida a menos como capital cristiana a partir del siglo XII por la matanza de latinos y la IV Cruzada, sufría un penoso abandono envuelto en tristeza por su mala suerte, que desembocaría en una intolerancia religiosa de luchas cruentas. El joven sultán Fatih Mehmet II cumplió el sueño tomando Constantinopla el 29 de mayo de 1453 y poniendo fin al Imperio Bizantino. Lo turcos saquearon o incendiaron templos, monasterios, palacios, monumentos; cometieron torturas, asesinatos, violaciones y sometieron a la esclavitud a una ingente multitud. Ajusticiaron al emperador Constantino, profanaron sepulcros, quemaron libros antiguos e iconos, proliferaron las fosas comunes. «He permitido saquear, no destruir», gritará a un mercenario el Sultán, que había prometido tres días de paradisíaco pillaje. La Catedral de Santa Sofía fue convertida en mezquita, a modo de sagrado trofeo de victoria, abriendo sus puertas a Mehmet II el 1 de junio para asistir a la primera oración del viernes.
Fue grande la decepción en Europa: «Pudimos llevar ayuda a los griegos en peligro antes de que sucumbieran […] Nuestros jefes son culpables e indignos de estar al frente del Estado». No extraña que el humanista y escritor Eneas Piccolomini, elegido papa con el nombre de Pío II, ante una Europa dividida dijera que ésta «iba a desaparecer a manos de los propios cristianos antes que degollada por la cimitarra».
Mehmet II hablaba seis lenguas y era apasionado de la historia, la teología, la filosofía, el arte y la poesía, y también inclinado a decapitar sin piedad. Al capitán de una galera veneciana «lo mandó empalar, desollar y montar relleno de paja como un espantapájaros para advertencia de navegantes». Tras la caída de Constantinopla degolló al Gran Duque Lukas Notaras y a sus hijos porque se negó a entregar al pequeño para el harén del sultán. A la chica la desnudó, la puso de rodillas y le cortó la cabeza. A pesar de esto dio muestras de 'tolerancia' religiosa. Colaboró con el patriarca Genadio II para aglutinar a los griegos y restaurar ruinas, y en un edicto en tono solemne manifestó: «Porque los franciscanos bosnios han caído en la gracia de mi Dios, ordeno: No molestar ni incomodarles, permitirles retornar y establecerse en sus monasterios, en todos los países de mi Imperio».
Al poco tiempo, los otomanos, a las puertas de Europa, se convirtieron en el flagelo de la cristiandad. Durante tres décadas fueron secuestrados por los turcos en torno a 600.000 menores y trasladados a la capital del Imperio para ser introducidos en las élites militares y ambientes palaciegos, una vez circuncidados y con nombre musulmán. Cinco siglos antes, el visir del cordobés Hisham II, Almanzor, saqueador de Santiago de Compostela, permitió que los ulemas más radicales, por no seguir los preceptos ortodoxos del Islam, 'podaran' la biblioteca de Medina Azahara –«foco de transmisión de saberes como no había en Europa», la más valorada de Occidente− donde se conservaban 40.000 volúmenes. Reunía las principales obras que se habían escrito sobre matemáticas, medicina, filosofía, astronomía, literatura grecorromana, etc. Destacaba el volumen 'De materia medica', de Pedacio Dioscórides, médico, farmacólogo y botánico griego. Madinat al-Zahra custodiaba el legado médico más avanzado de la Península Ibérica. ¿Las consecuencias del juicio a la biblioteca hereje? «Algunos de los libros fueron quemados, otros arrojados a los pozos del palacio, donde se les echó encima tierra y piedras, o fueron destruidos de cualquier otra forma». La guerra civil y los bereberes acabarían arrasando la Medina. Dice el arquitecto Leopoldo Torres Balbás, que «los musulmanes gustan de destruir las grandes construcciones de sus enemigos vencidos, aunque compartan su fe».
Durante la Gran Guerra, el Estado de Turquía organizó el genocidio y deportación de la población de Armenia, ocasionando 1.500.000 muertos. En 1916 hubo una exposición de cabezas decapitadas en la operación de exterminio de sacerdotes y ciudadanos menores de cincuenta años, excepto las mujeres, que serían islamizadas. El Tribunal de La Haya, el Parlamento Europeo y veintitrés países del mundo han denunciado el genocidio (EE UU y Vaticano incluidos). En 2018 España rechazó por tercera vez la propuesta. Después apareció en Alemania el horror del infierno nacional socialista del conocido y reconocido exterminio de los 'subhumanos'.
Los vencedores cuentan su historia y los vencidos la suya. Juzgar la 'coexistencia' y la 'convivencia' de aquellos siglos con criterios de hoy es un despropósito. Por eso el profesor Valero Moreno de la Universidad de Salamanca dice que «la convivencia y la tolerancia idílicas entre las tres religiones en la Península Ibérica no existieron». La leyenda y el mito nos han jugado una mala pasada. Pero no hay que irse tan lejos. En el teatro democrático de hoy, en cuya mesa se sirven verdades a la carta, tiene asiento principal la miopía. Los 'dictadores', por ejemplo, suelen estar exclusivamente en un lado. El reto de nuestro tiempo, acosado por una vergonzosa felonía y encandilado por discursos incoherentes, es intentar la conquista o reconquista de la sabiduría, al alcance de muy pocos: normalmente, 'sabios' de verdad.
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