Nos hablaron de anti-gitanismo, xenofobia, racismo, homofobia, sexismo y hasta de edadismo o discriminación a personas por ser mayores (los gagás). Fuimos tomando conciencia ... de las barreras invisibles hacia los de apariencia física 'diferente', los de la discapacidad patente o los frikis que practican cualquier fe.
Luego llegó la aporofobia que, aunque había existido desde siempre, entró al diccionario español hace apenas cinco años, un plazo escueto para que interiorizáramos lo que venía a renombrar: la aversión al pobre, ese desprecio que, cuando se torna hostilidad es delito. Pero lo sancionable o perseguible nada tiene que ver con otras posiciones habituales ante la realidad de pobreza despeinada que pone pinceladas de gris a nuestros escenarios urbanos. Son posiciones 'civilizadas': claro que no les agredimos ni les escupimos en la cara; no participamos en emboscadas nocturnas ni les quemamos con gasolina; no incitamos al odio comunitario ni les llamamos «sucios de mierda».
No hay infracción penal en nuestras conductas hacia los pobres; sólo ciertos 'reparos' siempre 'justificados' en aras de un bien mayor. «Afean con su aspecto y sus enseres la belleza urbana»; «pueden asustar a los niños si deambulan por los parques infantiles»; «ensucian la vía pública, que es de todos»; «los bancos quedan manchados, las papeleras llenas»; «incumplen las ordenanzas y leyes»; «incomodan al paseante con su tono de voz elevado».
Con estas afirmaciones, el 'bien común' se coloca por delante, todo parece justificado en aras de la ciudadanía, del cumplimiento de la ley, del cuidado del espacio público o de los menores a proteger. Pensando de este modo no parece que tengamos un rapto de aporofobia repentina; «a nosotros no nos molestan los pobres, entendemos que carecen de recursos, somos comprensivos con su dura realidad». Pero siempre está el pero: «pero no se puede tolerar». No es de recibo que se sienten en los mismos bancos o duerman en ellos. No es tolerable que expandan mugre por nuestros parques. Ni se soporta que desluzcan la higiene de nuestros barrios.
Conviven en esta 'tribu' heterogénea de personas sin hogar algunos extranjeros que, a saber, cómo llegaron o qué pensaban encontrarse por aquí. Algunos se hospedan en pisos hacinados con otros como ellos. Hay los que venden pulseras sin ticket de compra, gafas de imitación si el sol aprieta en la playa, paraguas plegables en cuanto caen cuatro gotas. También están los gorrillas que cobran la voluntad y «más vale darle algo para que no te rayen el coche».
El perfil del 'indigente' es complejo; la exclusión, un círculo vicioso de componentes. Y no en todos los casos la raíz es económica. Demasiadas veces la vida se ocupa de arrebatar la dignidad a la gente por azares diversos: una guerra, un accidente, un trastorno mental, un mal pleito, una adicción tormentosa, el desamor, una enfermedad incapacitante.
Nosotros, los afortunados que estamos en este otro lado, lo lamentamos. Sentimos de corazón que exista una cadena de deterioro humano que lleve a vivir en la calle. Somos conscientes de que la vida les trató mal o tal vez fueran ellos los que probaron caminos erróneos que les llevaron a otras vías sin salida. Sabemos que el trastorno mental habita en muchos de estos vecinos incómodos; que la cadena de abandono y exclusión acaba mal. Hasta entendemos que para ellos la inserción familiar, social y laboral sea demasiado compleja sin un chorreo abundante de recursos humanos y económicos (y aún destinando dinero es una inserción difícil).
Todo lo comprendemos bien («pobres pobres») pero estorban, no les queremos cerca: «Yo no discrimino a nadie, pero mi calle está sucia por culpa de los indigentes» y exigimos remedio a las instituciones públicas.
Esta es la segunda parte: el apartado de soluciones. Hay un sector de la ciudadanía que propone un albergue para ellos, un centro que –sin ser la panacea que redima de tantísimas carencias afectivas y de otro tipo–, al menos proporcione techo, cama, plato, ducha o un rato de compañía.
Pero esta fórmula necesaria también generaría rechazo entre los 'infortunados' vecinos del barrio donde ubicar el posible equipamiento permanente para personas sin hogar. Y volveríamos a cargarnos de razones.
De un lado estaría el rechazo rotundo a esa vecindad 'extravagante': «¿Por qué los trajeron aquí si es zona residencial donde viven un montón de familias con niños?», «que busquen sitios más alejados»; «nos están llenando el barrio de maleantes»; «dañan la imagen del parque», «generan inseguridad»; «los pisos se devalúan», «limosnean en las terrazas», «molestan a los clientes de los comercios».
De otra parte, las razones presuntamente legales frente a la amenaza potencial de esos presuntos mangantes, hipotéticos navajeros, probables vagos o supuestos traficantes (subordinados de ellos más bien).
Y así, de pensamiento, palabra y omisión (aunque de no obra), construimos guetos mentales donde aislar a los que parecen compartir origen o condición entre ellos. No hace falta humillarles, ser hostiles o acosarles: basta esgrimir un motivo: «Yo me hincho a trabajar, para que vengan estos a vagabundear y mis impuestos los destinen a darles la sopa boba».
Los sin hogar no traen ningún beneficio, todo en ellos constituye saldo negativo en nuestro balance mental de pérdidas y ganancias. Luego llegan las crisis económicas, que agravan el temor hacia los pobres porque cuando perdemos nuestras seguridades y empleos, culpabilizamos en parte a los que están 'subsidiados injustamente'. «Si ellos tienen problemas, yo también».
Claro que no fomentamos la hostilidad; en modo alguno les humillamos ni acosamos, no incurrimos en delito de odio, sólo nos cuesta aceptar que seamos tan diversos, que haya iguales diferentes, que sean tan diferentes y tengan los mismos derechos.
Tampoco existe racismo ni xenofobia en nuestras conductas de 'tiro la piedra-escondo la mano' (en la que muchos encajamos sin saberlo); de hecho, el rechazo no se debe al color, la raza o la procedencia geográfica: nadie esquiva a un heredero saudí de vacaciones por Marbella ni a una estrella de fútbol que haya nacido en África.
No es que nos moleste el pobre, siempre ha habido desgraciados «y ahí han estado», pero parece que ahora abundan o tal vez sea que se han venido a mi barrio y me los topo a diario.
Permítanme el sarcasmo, la broma pesada: si no les queremos aquí, quedaría la opción de agruparlos y apartarlos a una ciudad despoblada, un gueto alejado de nuestros barrios y distritos donde la miseria siguiera su camino sin incomodar a nadie (un planteamiento que, con sus muchos matices, evoca a aquel primer gueto de Varsovia y que por supuesto, resulta inconcebible en un estado social y democrático de derecho).
Lo que arranca con desprecio hacia lo feo y maloliente puede convertirse en miedo a la amenaza posible y acabar en un rechazo imparable. Además, nadie está exento de los azares terribles de la vida: mañana podemos necesitar una mano valiente que nos saque de algún pozo. Todos estamos expuestos, todos somos vulnerables. Como ellos.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión