Matrimonios de inconveniencia con hijos
Hay una anécdota de Samuel Beckett que me recuerda la manera de funcionar de muchos matrimonios. Él y su amigo, Patrick Whalberg, jugaban al billar ... todos los días en París durante cinco horas sin hablar ni una palabra. Y cuando terminaban de jugar, cada uno se iba a su casa sin decir nada. Se apreciaban, pero no tenían nada que decirse o, mejor dicho, se conocían tan a fondo que sobraban las palabras. La anécdota me sugiere la progresión natural del matrimonio, esa institución que el gran Ramón Gómez de la Serna supo resumir así: «El matrimonio es como el Metro; los que están dentro quieren salir y los que están fuera quieren entrar». El escritor pensaba que amor es cuando despiertas a la otra persona por la mañana y no se indigna. Como siempre, el humor dice verdades como puños sin que nadie se moleste.
Pero, ¿en qué momento se quiebra un matrimonio y cuándo se hace imposible su continuidad? Como los seres humanos son muy orgullosos por naturaleza, algunas uniones no admiten el fracaso y se lanzan a tener descendencia… sin estar preparados. Piensan que los hijos serán el pegamento que arreglará todas las piezas rotas de esa relación. Craso error, porque si el Supergen pega como nadie los trastos rotos, el Supergenes no une matrimonios de nuevo al instante. Tener hijos puede incluso profundizar en la crisis de una unión que quizás nunca debió formalizarse por incompatibilidad de caracteres, o sea, porque juntos se matan.
Se supone que los padres son la luz de sus hijos, pero la realidad es que en ocasiones se convierten en una mala sombra. Y ahí reside el problema. Las parejas sin churumbeles se separan y generalmente no pasa nahijosda. Lo normal es celebrarlo con algarabía porque se pone fin a un foco de conflicto que en ocasiones puede extenderse de manera incontrolada y derivar en una guerra familiar entre facciones radicalizadas y ya irreconciliables.
Sirva mi reflexión sobre el matrimonio (o como quieras llamarlo) y los hijos para aproximarme a un problema que va más allá de ese caso tan mediático que es sólo la punta de un iceberg descomunal. Una vez que el matrimonio se enfría, son las vidas de los hijos las que se congelan.
¿Cuándo se funde la chispa del amor y cortocircuita el respeto mutuo? Nadie lo sabe. Un día, la cosa se acaba y comienza a surgir esa enfermedad moral que el gran Schopenhauer llamaba «el afán por tener siempre la razón» (y un granaíno llamaría «yo nunca me equivoco, ni pollas»; pido perdón por la transcripción literal del original), dando lugar a una batalla que deja muy herida emocionalmente a la población inocente: los hijos. El daño colateral que nadie quiere, pero siempre se produce porque nadie los protege.
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