«Qué bonita es la magia del otoño y la caída de las hojas de los cojones». Esta reflexión, escrupulosa en el uso del idioma ... español, no proviene de un granadino malafollá que un día se levantó con el pie cambiado, sino de un jubilado con muchos galones del ejército con escoba de Inagra. Dicen que cuando un hombre ve a Dios, lo ve en todas partes. Pues bien, al que trabaja en el noble oficio de barrendero le pasa algo por el estilo cuando las aceras se tiñen de otoño: ve hojas secas por todas partes, y su problema no es verlas, sino tener que recogerlas. Hay para dar y regalar.
«Una decadencia de hermosura donde la vida se desnuda», así describía el otoño el gran Juan Ramón Jiménez. El trabajo de un barrendero es muy digno pero poco poético, ya que no es lo mismo ver caer las hojas muertas de los árboles como hacía desde su hamaca el poeta de Moguer, que tener que barrerlas. Si a esto añades despegar chicles de las aceras, limpiar la zona cero de un botellón o reunir la colección cacas huérfanas que los canes –con la complicidad de sus dueños– dejan a diario estampadas en el pavimento nazarí, nadie puede negar que en barrer las calles hay de todo menos poesía.
Las hojas son caprichosas a la hora de lanzarse desde el árbol. Unas se desprenden suavemente como una pluma, otras se lanzan con salto mortal incluido, y otras –las que quieren morir matando– van directas a los ojos de los transeúntes.
Qué fácil sería todo en la vida si pudiéramos hacer con nuestros problemas lo mismo que se hace con las hojas secas: amontonarlos y convertirlos en abono para que algo nuevo nazca de ellos. El futuro es una flor del montón, la sociedad una colección de capullos y el empleo en Granada una hoja chuchurría, por mucho que el Gobierno nos intente montar en ese cohete de la economía que va disparado y sin frenos.
Después del empleo estival viene el otoño que hace que caiga todo y los parados se amontonen marchitos en las listas del SEPE. Detrás de las frías hojas de las estadísticas de desempleo hay muchas vidas que quieren seguir agarrándose al árbol de la esperanza y se niegan a caer. En Granada hay gente que ya ha echado raíces en las oficinas de empleo y aún tiene la determinación de seguir buscando trabajo. Poseen la fortaleza de un roble y las hojas (de servicio) más resistentes del planeta.
Epílogo: Va siendo hora de plantar otro árbol económico más resistente al otoño de la precariedad laboral y al invierno de los impuestos a los autónomos. Si no, corremos el riesgo de que se incendie el bosque y quedarnos sin primavera en el empleo y sin que florezcan los emprendedores.
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