Mira de Amescua: teatro con alma, memoria y Granada por bandera
Antonio Gil de Carrasco
Miércoles, 6 de agosto 2025, 23:07
En el corazón palpitante de Granada, donde la historia y la belleza se entrelazan como versos de un mismo poema, late desde hace más de ... tres décadas una compañía de teatro que no solo representa obras: representa una forma de entender la vida.
La Compañía de Teatro Mira de Amescua lleva más de treinta años recorriendo la geografía española con el nombre de Granada bordado en el alma, sembrando dignidad en cada escenario, rescatando la poesía de los autos sacramentales y regalando al pueblo la belleza de lo sagrado y lo humano a través de un puñado de actores irrepetibles. Llevan ya la asombrosa cifra de 277 representaciones: una hazaña que bien podría rozar los umbrales del Guinness… o del milagro.
Bajo la dirección del incansable Antonio Serrano –durqueño de nacimiento, granadino de espíritu–, heredero del magnífico legado de Antonio Robles Ordóñez, la compañía ha hecho del compromiso cultural su brújula. Fieles guardianes del auto sacramental, esa joya barroca de alma mística y palabra elevada que parecía destinada al olvido, Mira de Amescua lo ha rescatado, devuelto a la vida y llevado a las plazas, a los templos, a los teatros… allí donde el espíritu aún busca alimento.
La apoteosis llegó en junio pasado, cuando Mira de Amescua representó El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca, nada menos que en la catedral de Granada. Aquella representación fue mucho más que un hito escénico: fue un acto de justicia poética, de reparación espiritual. Un auto sacramental elevándose entre las piedras sagradas de la catedral, como si el arte pidiera permiso al cielo para habitar su casa. Y no era la primera vez que lo lograban: hasta en siete ocasiones han pisado la catedral de Toledo durante las fiestas del Corpus Christi, llevando su fe escénica a los altares de la tradición.
Lo que distingue verdaderamente a Mira de Amescua no es solo la calidad de sus montajes o la belleza de sus textos –de Calderón a Benítez Carrasco–, sino la entrega apasionada de sus intérpretes. Algunos de ellos superan ya los ochenta años, y sin embargo, se aprenden largos textos, ensayan con disciplina férrea y se lanzan al escenario con una vitalidad que estremece. El apuntador apenas tiene trabajo: la pasión los sostiene, los guía, los eleva. Son ejemplo de amor, rigor y entrega por el teatro, una lección que no se enseña, solo se vive.
Tuve el privilegio de incorporarme a esta familia escénica en abril de 2024, tras una larga trayectoria en el ámbito educativo y cultural, desde la Oficina de Educación de Mánchester hasta la dirección de diversos Institutos Cervantes en nueve países. Durante años había colaborado con Antonio Serrano –primero en intercambios educativos con Irlanda del Norte, luego como pintor, cuando organicé una exposición suya en el Instituto Cervantes de El Cairo–. Al jubilarme, su propuesta de unirme a Mira de Amescua fue un regalo inesperado, un giro luminoso del destino.
Debuté como Felipe II en El alcalde de Zalamea durante las fiestas del Corpus de 2024, en una representación inolvidable en el Corral del Carbón. Aquella noche marcó un antes y un después en mi vida. Luego llegaron el retablo navideño Sol a media noche y el auto sacramental Castillo de Dios, de Manuel Benítez Carrasco, también representado durante el Corpus. En cada ensayo, en cada escena, fui descubriendo a artistas de una generosidad desbordante, compañeros cuya calidad humana engrandece aún más su talento.
Sin querer dejar a nadie atrás, no puedo evitar rendir homenaje a la excelencia interpretativa de Antonio Pérez Casanova, Macario Funes, Armando Ordóñez, Remedios Higueras, Juan Antonio Rodríguez, Paco Bueno, Sensi Martínez, Adela Maldonado, Manuel Moya, José Emilio Carvajal, la jovencísima María Solórzano Castro, los primos Ramón y Juan Hidalgo, o el intrépido José López Ortiz.
A ellos se suman la maestría musical de Antonio Jiménez; la cuidada iluminación de Miguel Novo; el videomontaje preciso y sensible de Antonio Mezcua; la pulcritud del apuntador, Pepe Romero; y el espléndido vestuario diseñado por María Solórzano Macías. Todo ello, armonizado bajo la serena y eficaz gerencia de Antonio Ubago Ruiz.
Juntos –y con muchos otros a quienes no menciono por límites de espacio, pero jamás de gratitud– forman un conjunto artístico y humano de primerísimo nivel.
De esta simbiosis entre arte y afecto surgió también la Coral Polifónica Mira de Amescua, integrada en su mayoría por profesores y músicos, y dirigida con sabiduría y sensibilidad por José Macario Funes, con el objetivo de interpretar en vivo las ilustraciones musicales del repertorio teatral de la compañía.
Tuve el privilegio de participar el pasado 27 de diciembre en un concierto de villancicos en la Plaza de las Pasiegas, junto a más de 200 voces de distintas generaciones: antiguas corales del IES Padre Manjón, todas ellas dirigidas por José Macario en los últimos cuarenta años. Sin conocernos entre nosotros, gracias a su batuta conseguimos un milagro coral que emocionó al público… y a nosotros mismos. Una de esas pequeñas grandes gestas que Mira de Amescua sabe orquestar con generosidad, elegancia y alma. Porque Mira de Amescua no es solo una compañía. Es memoria viva. Es cultura compartida. Es el alma de Granada hecha palabra, música y gesto. Son hombres y mujeres que no se rinden al paso del tiempo y que nos recuerdan, función tras función, que el arte verdadero no tiene edad. Que cuando el corazón late al ritmo de lo que ama, no entiende de límites.
Larga vida a la Compañía de Teatro Mira de Amescua. Y gracias, de corazón, por tanto. Por ser faro, por ser raíz, por seguir demostrando –obra tras obra, verso tras verso– que el arte, cuando nace del alma, no envejece: florece.
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