Eduardo Mendoza, el Nobel que se ríe con nosotros
Antonio Gil de Carrasco
Miércoles, 21 de mayo 2025, 23:21
La concesión del Premio Princesa de Asturias de las Letras a Eduardo Mendoza no solo reconoce su innegable genio literario, sino que premia también la ... humildad luminosa de un hombre cuya simpatía y comicidad trascienden las páginas. En mi caso, no cabe hablar de 'envidia sana'. Lo confieso con toda naturalidad: me alegró más que si me lo hubieran concedido a mí. Porque Mendoza no es solo un escritor excepcional, sino un amigo entrañable, generoso hasta el tuétano, que ha dejado una huella indeleble en mi vida profesional y personal.
Su característico sentido del humor queda patente en la entrevista que IDEAL publicó el pasado 15 de mayo, en la que, al ser informado de la obtención de tan distinguido galardón, declaró: «...pues sí; no me dejan jubilarme tranquilamente. Hace un año se lo dieron a Serrat, que también se había retirado, y se tuvo que poner a cantar». Una muestra más de la aguda ironía y el inconfundible estilo de Eduardo Mendoza.
Durante mis años como director de sedes del Instituto Cervantes en nueve países, Eduardo Mendoza fue siempre una pieza clave en mis programaciones culturales. Nunca dijo que no. Siempre aportó presencia, prestigio y una cercanía que desarmaba incluso al público más distante. En 2009, cuando comenzaba a escribir pequeños relatos cómicos sobre mis peripecias internacionales con María Ángeles, mi mujer, se los envié buscando su opinión. Me respondió con una de esas frases suyas que son dardos de ironía certera:
«¿Por qué no empiezas a contar historias de los Cervantes por donde has pasado...? Entre Egipto e Israel ya tienes para dos volúmenes. Claro que tendrás que irte buscando otro empleo».
Y así fue. Aquel consejo provocó mi autobiografía: 'Del Palmar de Troya al Instituto Cervantes. Crónicas irreverentes'. Dauro 2024, publicada tras mi jubilación. Como Mendoza había vaticinado, más de un personaje quedó escocido.
No solo me animó a escribir. También me honró con el prólogo del libro, donde retrata con su habitual humor y precisión mi vocación cultural, mis esfuerzos por aprender las lenguas locales –árabe, turco, japonés– y la capacidad de María Ángeles para comunicarse sin más herramienta que su español granadino y una sonrisa universal.
Nuestra amistad comenzó con una llamada insólita. Estaba organizando un simposio de narrativa en Leeds y, al no recibir respuesta a mi invitación, le dejé este mensaje en su contestador automático:
«Sé que Leeds no tiene mucho que ofrecerle. Si yo fuera usted, no aceptaría venir. Pero, como soy andaluz, me he dicho: prueba suerte, a ver si suena la flauta».
Su respuesta no se hizo esperar: «Llevo una hora junto al teléfono esperando que llamara. Nunca me habían dejado un mensaje tan divertido».
Aquel día nació una complicidad que nos llevó por medio mundo.
En Egipto, Mendoza fue protagonista de una Semana Cultural Hispánica que organizamos junto a la Universidad Al Azhar. Tras su conferencia, una estudiante totalmente velada de negro, con una redecilla en los ojos que apenas le permitía ver, se le acercó con timidez:
—¿Podría ayudarme?
—Por supuesto, señorita. Pregunte usted.
—¿Qué significa I miss you tremendously?
—Te echo mucho de menos.
—¿Y I cannot live without you?
—No puedo vivir sin ti.
—¿Y I love you madly?
—¿Perdón...? Te quiero con locura.
—Ji, ji, ji…
Tras el diálogo, la estudiante se marchó muy contenta. Eduardo Mendoza quedó perplejo. Comentó con humor estar seguro de que la chica no le había enviado una foto a su desconocido amigo.
Poco después, un artículo del semanario Aquidati acusó a una profesora del Instituto de hacer declaraciones contrarias al islam. Recibimos amenazas. Tuve que escribir al Ministerio de Educación egipcio para calmar los ánimos. Mendoza, ya de regreso en España, escribió una carta al director del Cervantes expresando su admiración por nuestra labor en El Cairo. Sus palabras fueron un bálsamo. No tengo la menor duda de que, ante las noticias publicadas, quiso apoyarme. Todo un caballero.
En Tel Aviv, recorrimos juntos los rincones que luego aparecerían en su novela Mauricio o las elecciones primarias. En Damasco, bajo una jaima instalada para las Noches del Ramadán, ofreció una memorable conferencia sobre los cuentacuentos andalusíes ante 500 personas, que fue transmitida en directo por la televisión siria. En Tokio, en 2013, reavivó el interés de los editores japoneses por su obra, hasta entonces solo parcialmente traducida.
Hasta en Argel, mi último destino, Mendoza dejó su impronta. Se prestó a participar en un diálogo con Amin Zaoui, escritor argelino comprometido con la defensa de los derechos de las mujeres. Fue un encuentro de culturas, de estilos y de ideas que generó nuevas sinergias para la literatura española en el Magreb.
Una anécdota final resume el carácter de nuestra relación. En 2017, Mendoza, tras enterarse de mi traslado a Argel, escribió al entonces director del Cervantes para reprocharle –con su habitual ironía– lo que interpretó como un olvido institucional hacia mi persona. Me lo contó luego en un correo que envió por error a mi antigua dirección en Tokio. Eduardo se disculpó también por ello y por su iniciativa. Le llamé para tranquilizarle. La anécdota que ponía en mi conocimiento –le dije– debería haber sido nuestro secreto. Total, en resumidas cuentas, solo se habían enterado dos personas: «los vivos y los muertos». Los dos estallamos en sonoras carcajadas.
Eduardo Mendoza ha sido el único escritor que me ha visitado en todos mis destinos. No ha faltado nunca. Ha sido para mí un maestro, un cómplice, una brújula moral. Le debo más de lo que puedo expresar en palabras. Y si algún día le conceden el Nobel –que ya tarda–, levantaré mi copa con la misma emoción con la que uno celebra el premio de un hermano.
«No hay nada en esta tierra más valioso que ser agraciado con una amistad verdadera».
—Santo Tomás de Aquino
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