El amigo que narraba el mundo
En memoria de Mario Vargas Llosa
Antonio Gil de Carrasco
Miércoles, 30 de abril 2025, 23:48
La muerte de Mario Vargas Llosa no ha sido solo una pérdida para la literatura universal. Ha sido también una grieta íntima para quienes lo ... conocimos de cerca, para los que compartimos con él no solo libros y escenarios, sino también silencios, viajes, sobremesas y gestos de una humanidad discreta, pero desbordante.
Conocí a Mario en tierras inglesas, en Leeds y luego en Mánchester, bajo el marco institucional del Instituto Cervantes. Fue en una conferencia de Guillermo Cabrera Infante en Londres, y aunque mi destino era Leeds, no dudé en hacer el viaje hasta la capital inglesa. Sabía que Mario vivía allí con Patricia y su familia, y que asistiría al evento. Aproveché esa oportunidad para acercarme y presentarme, sabiendo que la clave estaba en Patricia, su gran apoyo. Me hice el encontradizo, como quien no quiere la cosa, y me senté junto a ellos.
No era un simple intento de coincidir, sino una jugada estratégica. Mario no solo aceptó mi invitación para viajar a Leeds unos meses después, sino que además, sin pensarlo, me prometió estar presente en la inauguración del Instituto Cervantes de Mánchester. Lo que fue un acto diplomático se transformó en una amistad luminosa.
La verdadera complicidad surgió en El Cairo, en aquellas jornadas egipcias en las que, entre conferencias, bazares y paseos por el Nilo, descubrí no solo al escritor extraordinario, sino al hombre que era capaz de mirar al otro con atención, sin imposturas.
Recuerdo que, tras pronunciar dos conferencias memorables en Egipto, él y Patricia, su esposa, se tomaron unos días de descanso en Sharm El Sheikh. Me dejaron, como si fuera un manuscrito sagrado, un disquete con una versión de 'La Fiesta del Chivo' y una instrucción que aún me estremece: «Si nos pasa algo, hazlo llegar a Carmen Balcells». Yo bromeé: «Mario, si te ocurre algo, me lo apropio y lo presento como mío». Él rio con ese brillo socarrón en la mirada y me contestó: «Antonio, el problema es que tú no te llamas Vargas Llosa. A lo mejor lo tiran directamente a la basura».
Nuestra amistad se fue fortaleciendo entre ciudades y azares: en Damasco, Beirut, siempre rodeado de su familia, de Patricia, de Álvaro y Morgana, sus hijos, de conversaciones sobre literatura, política, memoria. Aquel microbús desvencijado con el que recorrimos Siria –adornado con luces de colores y rosarios– fue para él un viaje a su infancia peruana. Decía que lo adoraba por kitsch, por auténtico. Mario podía hallar belleza donde otros solo veían lo estrambótico.
Durante una visita a Bosra en la primavera de 2006, en medio del teatro romano, vi a Mario ensayar su monólogo Yo, Ulises, que representaría aquel año con Aitana Sánchez Gijón en el teatro romano de Mérida, como si el mundo entero fuera un escenario clásico y él, su héroe errante. Patricia, entre divertida y resignada, le decía: «Zapatero, a tus zapatos». Pero Mario nunca se quedó quieto en un solo oficio. Fue novelista, dramaturgo, ensayista, actor por momentos. Fue, sobre todo, alguien que vivía para contar y que contaba para vivir.
Años más tarde, ya en Tokio, preparábamos el Año Dual España-Japón. Soñábamos con inaugurar el ciclo con dos Premios Nobel: Kenzaburo Oe y Mario. Oe declinó la invitación, ocupado con su activismo contra las nucleares. Y poco después, Patricia me llamó desde Lima. Mario estaba cansado, su salud frágil se había resentido en un año cargado de viajes. Me dolió su ausencia. Pero lo entendí. Le dije a Patricia que la amistad estaba por encima de cualquier congreso. Y así era.
Mario nunca me falló, ni siquiera en su ausencia. Su afecto fue constante. Siempre supo mirar a los suyos con atención, con respeto. Me invitó a la boda de Morgana en Arequipa, me hizo partícipe de sus proyectos, me ofreció su palabra como quien ofrece abrigo.
También lo vi vulnerable. Vi su cansancio. Su hartazgo con el ruido del mundo, con los viajes interminables, con tener que subirse a un escenario sin saber a veces de qué debía hablar. En una ocasión, en un descanso del viaje por Siria, me dijo, medio en broma, medio en serio: «Estoy harto de trenes, de aviones, de conferencias. No sé ni lo que cobro ni a quién le hablo mañana». Pero enseguida se reía, con ese tono suyo que convertía la queja en juego.
Hoy que ya no está, me aferro a esa risa. A su voz clara, limpia, comprometida. A su manera de decir el mundo, incluso cuando el mundo se volvía incómodo. Porque Mario nunca fue neutral. Fue valiente. Fue incómodo cuando hacía falta. Y por eso, sobre todo, fue necesario.
El Mario público es inmenso y está en sus libros: 'Conversación en La Catedral', 'La guerra del fin del mundo', 'La ciudad y los perros,' 'Travesuras de la niña mala'. El Mario privado, el que yo tuve el privilegio de conocer, es el que me acompaña hoy: el amigo que me llamaba por mi nombre con ternura, que compartía un vino entre confidencias, que confiaba en mí para guardar sus manuscritos y sus afectos.
España lo quiso y lo leyó con pasión. Él, a cambio, dejó en nuestra lengua algunas de sus mejores páginas. Pero más allá del idioma, nos dejó una lección de vida: que el compromiso, la belleza y la libertad caben en la misma frase. Que las palabras, bien usadas, pueden levantar un país entero o rescatar a un hombre de su soledad.
«La literatura convierte lo imposible en posible, lo invisible en visible, y da sentido a la vida cuando todo parece perderlo».
Gracias, Mario. Por tu obra, por tu presencia, por tu amistad. Hoy el mundo es un poco más gris, pero también más lleno de ti.
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