El 14 de noviembre de 1946, cuando le faltaban nueve días para cumplir los setenta años, una angina de pecho puso fin a la vida ... de Manuel de Falla en la soledad de la Córdoba argentina, donde el maestro había decidido recluirse tras abandonar su país siete años antes. «Triunfador en el gusto de los grandes públicos internacionales –escribió Fernández Almagro– nunca quiso vivir en las Cosmópolis. Por eso prefirió Granada a Madrid, y, trasladado a la Argentina, eludió Buenos Aires, como antes, en Francia, no se acomodó a París, sino en la medida que le fue inevitable. Se acogió ya en tierras del Plata, a la Sierra de Córdoba, donde ha muerto escuchando en el silencio agreste la honda e incomparable música de la creación».
Trasladado a Buenos Aires para dirigir un par de conciertos, Falla se fue adaptando a una temporalidad más larga de lo que los demás habían imaginado y en la Córdoba argentina, un lugar que tanto le recordaba a Granada, particularmente Alta Gracia, esperaría Manuel de Falla el desarrollo de los acontecimientos en Europa mientras sus dolencias se agravaban. Allí comprendió, tal vez, como el coronel Aureliano Buendía, que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad.
La vida de Manuel de Falla había transcurrido durante los años más violentos de la historia contemporánea. «¡Qué tremendos años viene viviendo el mundo!», le escribía a Enrique Bullrich en 1946. Desde la distancia y la niñez vivió la guerra de Cuba del 98, huyó de París al estallar la primera Guerra Mundial, en Granada quedó atrapado durante toda la guerra civil española, de Europa se fue cuando la locura del nazismo provocó la segunda Gran Guerra y en Argentina asistió a la cadena de golpes de estado que dieron lugar al fascismo renovado por el populismo peronista. Falla debió pensar que le perseguía la desgracia y, al final, siguió el consejo de Cambó antes de decidirse a regresar a España de donde no le llegaba, precisamente, una información constructiva y por cuyo régimen, tras la caída de las potencias del Eje, nadie aventuraba una situación duradera: «Convendría precisar mucho las cosas para evitar que después de haber dejado este rincón en que no lo pasa usted del todo mal, no se encontrara en España con dificultades y molestias por no haber puesto muy en claro las cosas». Así que Falla permaneció en Argentina, esperando que las cosas cambiaran allí y aquí, pero la muerte truncó todas las expectativas de cambio.
Lo cierto es que el gobierno español nunca le perdió la pista ni desistió de conseguir que, algún día, Manuel de Falla regresara a su país. Le tentó con prebendas, distinciones, honores y dinero y consiguió que algunos de sus amigos y colaboradores allí, trabajaran para esta causa. Aparte de las razones culturales y humanitarias que hubiera en ello, la baza política era fundamental para el régimen en aquellos momentos de aislamiento internacional, que no haría más que empeorar a partir de la terminación de la guerra en Europa. Oferta de pensión vitalicia si volvía, nombramiento como presidente del Patronato Marcelino Menéndez y Pelayo del CSIC, consejero de honor del CSIC, Gran Cruz de Alfonso X El Sabio, oferta de compra de una vivienda donde él quisiera… incluso recurrió al bloqueo de sus cuentas bancarias en España, donde se habían depositado sus derechos de autor desde 1939, y a impedir cualquier transferencia a Argentina desde las mismas, para forzar el regreso de Falla agobiado por los problemas económicos.
En julio de 1946 el Gobierno utilizó la gestión de Cambó, vecino de Falla en Alta Gracia, que le hizo llegar al músico el siguiente y clarísimo mensaje: «El Gobierno español tiene gran interés en que vaya usted a España, no para una visita, sino para quedarse a residir allí, y le ofrece todo lo que usted quiera: gastos de viaje, casa confortable en España, una pensión y cuanto usted necesite para vivir en paz y poder trabajar a sus anchas».
Pero Falla no sucumbió. Miedo a la guerra en Europa, sí, pero miedo también a la utilización que de su regreso pudiera hacerse como compromiso político con el régimen del que Falla se fue progresivamente distanciando.
Y ello, a pesar de que la situación de Falla en aquellos momentos era realmente modesta. Una cuenta corriente en Buenos Aires, otra en Córdoba con muy escasos recursos, dos en Granada, con saldos generados después de su salida de España, así como el valor de mercado de su pequeña cartera de valores, todos ellos bloqueados por las guerras, constituían todo su activo que ascendía a 423.725 pesetas corrientes, equivalentes a 275.000 euros en valor actual. Ni una vivienda, ni una finca… nada más. Tan solo los viejos muebles de su casa de Granada y un modesto piano, guardados primorosamente desde 1941 en el domicilio de su amigo Pedro Borrajo y en el convento de Santa Inés del que era capellán don Valentín Ruiz Aznar, maestro de capilla de la catedral y asistente ocasional de Falla en sus últimos momentos granadinos. Todo ello después de cincuenta años de trabajo desde que empezó a dar a conocer sus primeras composiciones a finales del XIX. Unos recursos, además, de los que, por el bloqueo de las dos guerras y el impedimento para transferir recursos al extranjero, Manuel de Falla apenas pudo tocar.
El 19 de noviembre se celebraron los funerales en la catedral de Córdoba y su cuerpo fue depositado provisionalmente en la cripta de los carmelitas en el cementerio de San Jerónimo de aquella localidad argentina. Entre sus amigos asistentes en aquellos momentos de despedida, se hallaban José Manuel Hernández Suárez, Juan José Castro y el profesor Pedro Ara, que embalsamó el cadáver y fue encargado personalmente por el embajador español de asistir a María del Carmen Falla y disponer lo necesario para la vuelta de los restos de don Manuel a su lugar de nacimiento. Algunos de los amigos argentinos y exiliados españoles intentaron oponerse al regreso de los restos mortales de Falla a España argumentado que tal regreso era contrario a su deseo. Si así ocurría, «el alma del maestro poseedora de su voluntad queda en la Argentina a la espera de la España que anheló». La decisión de su hermana Carmen fue definitiva, aunque dejando clara su intención de que no se politizara el acto: «Respecto al cuerpo de Manolo –escribía a su hermano Germán– hay que evitar por cuantos medios puedas todo homenaje político, que siempre le había horrorizado y le parecía algo así como de 'funerales cívicos'. Yo, recordando lo que él me decía, lo prohibí aquí. Querían llevarlo al teatro, pero yo me impuse y me obedecieron. Les dije que el cuerpo de mi hermano únicamente se llevaría a sitio sagrado, así que del hospital se llevó a la catedral, donde fue el funeral, y de allí al panteón de los carmelitas, porque él era hermano del Carmen».
Finalmente, el cadáver de Manuel de Falla fue embarcado en el Cabo de Buena Esperanza hasta las islas Canarias y en un buque de la Armada española, 'El Cañonero', fue llevado hasta Cádiz, donde el 9 de enero de 1947 fue depositado en la cripta de la catedral, cerca de la casa que le vio nacer. El suntuoso funeral, encabezado por el ministro de Justicia, Raimundo Fernández Cuesta, fue muy distinto al que él hubiera deseado. Por fin el Gobierno conseguía estar al lado del compositor protagonizando pomposamente la ceremonia, cuando él ya nada podía hacer por evitarlo. «Y ahora se halla aquí –escribió Alberti al visitar su tumba– en esta profundidad de Cádiz, rodeado de peces agitados que le inquietarán el sueño».
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión