Y parece que fue ayer
Andrés Ollero
Viernes, 28 de noviembre 2025, 23:11
Se anuncia una Exposición Universal...
Como saben también algunos de mis amigos, que se han interesado por ello, la edición sevillana de ABC viene publicando ... los lunes un serial, que puede llegar a la quincena, sobre los lances parlamentarios suscitados por las secuelas de la Expo 92.
Puede sorprender el hecho, dado que no hay particular rima cronológica de aniversario que lo hiciera previsible. Valga como anticipo que llevo ya algún tiempo reviviendo mis recuerdos parlamentarios; no por nostalgia, sino por si pueden servir para dar –modestias aparte– respuesta a una pregunta que considero, hace tiempo, que deberían estar los ciudadanos en condiciones de aclarar: ¿para qué puede servir un diputado?
Me temo que no pocos de ellos den por sabido que son unos señores que –en el mejor de los casos– calientan plácidamente un escaño, a la espera de que uno de sus colegas le indique digitalmente –o sea, no nos equivoquemos, con los dedos– qué es lo que toca votar. Peor es el asunto si los huecos en el hemiciclo –a los que, con orgullo, contribuí cuanto pude- se acaban considerando como síntoma de holganza. Como si la preparación de intervenciones en pleno o comisión, la formulación de preguntas al gobierno con respuesta escrita, lo solicitud de informes o documentos de los que se haya tenido ocasional noticia, relevantes para someter a control la gestión gubernamental, se realizaran a reloj parado.
Queda flotando la posible pregunta de por qué me he remitido a la lejana legislatura 1993-1996. No es una elección caprichosa, si se recuerda que se trata de la última del llamado felipismo y se reflexiona sobre sus notables paralelismos con la que estamos ahora soportando: sensación de fin de ciclo, altos cargos a despedir en las puertas de la cárcel y Roldán haciendo de las suyas. Números fruto del convencimiento de que todo vale y de que el fin justifica los medios. No faltó la hoy lamentada colonización de relevantes instituciones –en aquellos años, le tocó al Tribunal de Cuentas– con unas inesperadas peripecias en la contabilidad de la Expo, que alimentarían un notable culebrón.
Todo un señor decreto había adelantado que, clausurada la Expo, el Tribunal correspondiente examinaría sus cuentas y aquí paz y después gloria; que nos quitaran lo bailao. Pero pareció demasiado prosaico. Se optó por montar una empresa, que se encargara de examinarlas, sin encontrar fórmula más adecuada que trasladar a misma funcionarios del mentado Tribunal, sin reparar –¡qué olvidos!– en que, consumada su tarea, a él volverían cuando su propia gestión fuera la sometida a control.
La tarea a llevar a cabo pareció llevarse a cámara lenta. Yo había comenzado a interesarme por el tema con antelación, dado su impacto en Andalucía y mi interés en sondear hasta qué punto Granada podría sacar algo en claro de tan lustroso evento. Ya en 1988 registré al menos nueve preguntas escritas al gobierno, veinte solicitudes de información, una petición de comparecencia en Comisión y dos preguntas orales en el Pleno. En 1989 fueron seis las iniciativas presentadas y nueve en 1990.
En las Navidades del 1991 una llamada telefónica personal de Aznar me propone que me encargue, dentro del grupo parlamentario, de modo especial del control de la cuestión. Las cifras de mis intervenciones pasan a ser: ciento cincuenta y cuatro preguntas escritas, sesenta solicitudes de información, once de comparecencia en Comisión, cuatro preguntas orales planteadas ante el Pleno, y otras ocho en Comisión.
Lo que no podía a imaginar es que el asunto se acabara eternizando. Si, en torno al 92, Pellón y mi colega académico Virgilio Zapatero, en su condición de Ministro de la Presidencia, se convirtieron en mis almas gemelas, las presuntas cuentas, con ganancias anunciadas a redoble de tambor, no se acababan nunca. Hubo que aguardar a que se consumara el previsible cambio de gobierno y pasaran a ser otros los protagonistas de la interminable contabilidad, para que se desmintieran presuntos «activos» de prometedora ejecución; incluyendo como tal al calcinado Pabellón de Descubrimientos, espectacularmente inutilizado antes incluso de la apertura del festival. Se acabaron estimando unas pérdidas de cien mil millones de las antiguas pesetas.
A modo de condecoración por los servicios prestados, el conocido juego del trivial incluyó una pregunta sobre qué diputado se había encargado del control parlamentario de la Expo, inmortalizándome en el reverso de la tarjeta. La verdad es que, sin el apoyo prestado por los medios de comunicación, con predomino en aquellos años de la prensa escrita, que fueron prestando eco a mi sufrida tabarra, habría sido imposible tal final feliz.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión