El Carmen Rodríguez-Acosta: escalera al Olimpo

Hoy, día 26 de abril, el Consejo de Europa convoca a los habitantes del continente a celebrar el Día de los Jardines Históricos. Una fiesta que pretende aportar conocimiento y disfrute sobre lugares, en los que brilla de forma secular ese quehacer humano, modelando la naturaleza, al que llamamos jardín.

Decir jardines de Granada es decirlo todo. Sin embargo, la rotundidad del Generalife y de parte de la Alhambra, grisean otros jardines históricos que deben sacarse de la sombra a la que los someten los conjuntos nazaríes. El Día Europeo de los Jardines Históricos parece apropiado pretexto para hacerlo.

La Historia, cuando dibujó el Mediterráneo, 'de Algeciras a Estambul', rotuló dos orillas muy diferentes. Si el sur habla en árabe y dejó su caligrafía en los muros alhambreños, el norte se balanceó del griego al latín y luego parió nuestras lenguas romances hasta los cabos de San Vicente y Finisterre. Las colinas granadinas de la Sabika y del Mauror parece que quisieron retratar, en sus estancias y jardines, ese par en par del Mediterráneo, pero con la inversión a la que invitan los espejos: Hacia el norte, el Partal, el arrayán, la Escalera del Agua… Y hacia el sur, el Carmen de la Fundación Rodríguez Acosta.

Un tropel de versos y un álbum de imágenes compiten por definir este Jardín Histórico. Desde su comparación con el hortus conclusus, como mito lauretano, hasta el Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos, del poeta albaicinero Pedro Soto de Rojas. Porque, si de jardines granadinos hablamos, lo histórico se torna horizonte con los poemas de Federico, Guillén, Vivaldi, Benítez Carrasco, Juan de la Cruz…

El jardín del Carmen Rodríguez-Acosta asciende hacia el Olimpo. Con rotundidad edilicia da la espalda a lo nazarí y al fácil alhambrismo. Nada de atauriques ni de mocárabes. Solo cal, piedra y ciprés. El pintor se retrató a sí mismo como jardín. Optó por Venus, Apolo y Diana. Su Mediterráneo de escalones y mamperlanes es proceloso, para que recorrerlo parezca la Odisea. Prístina plasmación del laberinto, pues nunca la verdad o la belleza se nos desvelan rectas y sin esfuerzo. Puerta de entrada de la modernidad en Granada. Primas cubistas blancos, toparía verde ciprés y guedejas de las vanguardias que enhebran a los dioses romanos con el art decó.

Lo nuevo y lo permanente. El hormigón blanqueado junto al dispendio de almoneda: Peristilos, brocales, pilas bautismales… mostrando en su roña la erosión que es muerte y es vida. Junto al agua limpia, lo único que perdura eternamente, como versificó Quevedo. Jardín de simetrías equívocas, de anchuras humanas y estrecheces místicas. Proeza emocional que no compite, sino que completa el rol jardinero de ambas colinas, a las que mira de reojo el crepúsculo enrojecido.

Pero Granada es Andalucía. El paseante entra en un patio de vecindad o echa la mirada hacia arriba, hacia las fachadas de los edificios. En ambos ambientes encontrará todavía el genuino jardín del sur. Si la corrala o el hueco de luces son la intimidad, ahí donde la clorofila se recata para aupar a las corolas por lavaderos y paredes, los balcones son la proclama hacia la calle. En contadísimas fachadas de algunos barrios granadinos, aún se pueden ver, tras la reja sin cárcel del antepecho, unos maceteros floridos que escriben escuetos renglones verdes con vírgulas de geranio. Hoy escasean, pero antaño eran tan frecuentes que también deberían ser considerados jardines históricos. Pues a esos balcones, con sus macetas, ya el poeta los bautizó como 'jardines de urgencia'.